Nuestra ciudad nunca volvió a ser la misma tras la muerte de Saada

Finalista del concurso literario “Dos mil noches y un amanecer”

Idlib es una ciudad del norte de Siria que antiguamente era famosa por su cerámica y sus aceitunas. No obstante, al poco de estallar la guerra, quedó completamente arrasada por los ataques aéreos.

Que me llamen iluso, pero yo aún conservo la esperanza de que la suerte que acabe corriendo mi ciudad difiera de la que le tocó en gracia a Saada, del final de cuya historia sólo se sabe a ciencia cierta que fue trágico y desolador.

Saada era una señora que debía de rondar los sesenta y de la que nadie sabía cómo había ido a parar en nuestra ciudad. En Idlib, no había, no obstante, quien, como mínimo, no hubiera oído hablar de ella. El paso de los años no había sido especialmente clemente con la buena mujer. Tenía el rostro tan picado y estropeado que una imagen del mismo se habría dejado confundir fácilmente con la que pudiera haber tomado un satélite de la luna. Se cubría la cabeza con un trapejo deshilachado por cuyos lados se asomaban unos mechones plateados que permitían aventurar que hacía siglos que le había dejado de compensar pelearse con el cepillo.

Vivía en una chabola, pero aún así encontraba cómo hacerse cargo de sus más de cincuenta mininos. Cada vez que lograba agenciarse algo de parné con el que llevarse manduca a la boca, lo justo para acolcharse el esqueleto, lo hacía desaparecer entre los pliegues de sus faldones. Lo que hacía con la guita que le sobraba después se mantuvo una incógnita hasta el día en que las autoridades fallaron a favor de la conveniencia de erigir un bloque de viviendas donde tenía ella asentada su humilde morada. Enviaron una cuadrilla de obreros con una excavadora para que la derribara y los billetes que, por lo visto, había mantenido ocultos en su interior, salieron volando en todas las direcciones, resolviendo así el misterio e induciendo a la muchedumbre que había acudido en masa a contemplar el espectáculo, que, para más inri, se cobró la vida de varios de sus gatos, a abalanzarse los unos sobre los otros en aras de conseguir echar el guante a cuanto surcara el cielo para hacerse con el botín. Saada, que había salido a dar una vuelta, como acostumbraba a hacer todas las mañanas, por lo menos se ahorró tener que presenciar cómo aquella despiadada excavadora se ensañaba con todo lo que poseía valor a sus ojos, embistiéndolo una y otra vez hasta dejar todas sus pertenencias hechas añicos.

Al regresar de su paseo y encontrarse con los escombros de su antigua residencia, no pudo por más que echarse las manos a la cabeza y prorrumpir en un llanto desconsolado. Los transeúntes se quedaron atónitos, pues nunca antes se la había visto mostrar sus sentimientos, qué decir de haciendo semejante despliegue de sus pasiones.

Se mudó con los gatos que habían sobrevivido a la demolición a la parte sur de la Plaza del Bazar, la que hoy día se conoce como la Plaza del Reloj. Allí se construyó una carpa de tela a base de leños y retales sueltos. La gente enseguida supuso que había logrado recuperarse de la desgracia que le había acaecido y, en cuanto se terció la ocasión, no tuvo reparos en volver a acosarla como había estado haciendo hasta hacía bien poco.

Una mañana de invierno, Saada fue hallada muerta en su choza. En Idlib, la tradición dicta que, cuando alguno de sus habitantes fallece, la necrología se difunda por los altavoces de las mezquitas. No obstante, por alguna extraña razón, con la muerte de Saada se decidió hacer una excepción. Como no llegó a comunicarse un motivo de defunción oficial, la gente de Idlib, con lo que le gusta darle a la lengua, no tardó en empezar a montarse sus películas.

El profesor Abdu, por ejemplo, era de la opinión de que había muerto por asfixia. Según lo que les contó a los otros profesores del instituto en el que enseñaba, lo probable era que, como aquella noche había hecho mucho frío, hubiera cerrado su carpa, hubiera encendido un fuego en su interior, se hubiera quedado dormida y se hubiera ido al otro barrio a consecuencia de los gases nocivos que genera el humo. Sin embargo, el profesor Hazim no tardó en echar su teoría por tierra al afirmar que los gases que pudieran haberse acumulado en el interior de su carpa difícilmente podían haber alcanzado los niveles de concentración que habrían sido necesarios para poner su vida en peligro, puesto que el tejido del toldo había sido confeccionado a base de numerosos retales cosidos entre ellos, lo que implicaba que el entramado seguramente presentaba un número de fugas nada desdeñable.

Otra que no tuvo reparos en hablar sin conocimiento de causa fue la asistente de la costurera. Llegado el momento, cortó un hilo con sus incisivos y les comentó a los clientes que se hallaban a la sazón en la mercería:

—Para mí que la pobre infeliz la palmó del frío pelón que hizo aquella noche. ¿Es que no os acordáis que hasta la ropa tendida se quedó tiesa en la cuerda?

La madre de Nuhad, sin embargo, le replicó aseverando:


—Fíjate que yo hubiera dicho que las noches anteriores hizo mucho más frío.

Ni siquiera Darwish, el conductor de tuctuc, se cortó un pelo a la hora de comunicar sus conjeturas. A la hora del almuerzo, aparcó su vehículo a un lado de la carretera, se dirigió al vendedor de falafel de la esquina y le pidió que le hiciera un bocadillo diciendo:

—¿No querrás que me muera de inanición como Saada?

El vendedor de falafel, que además es el padre de Abdu, le gruñó al pasarle su pedido:

—De hambre no murió, eso te lo puedo asegurar, porque esa misma noche la invité yo a tres bocatas de falafel.

Darwish no se molestó en entrar al trapo, porque se hallaba demasiado preocupado por que alguien pudiera arrebatarle su pitanza, que, asiendo con ambas manos, engulló en un abrir y cerrar de ojos.

Zacarías, el basurero, al que apodaban “El Apurao”, porque con lo que ganaba no le daba ni para pipas, fue el único de toda la ciudad que se abstuvo de opinar acerca de lo que pudo haber acontecido aquella noche. Al ver que siempre optaba por hacerse el loco cuando alguien le exhortaba a contribuir con su aportación especulativa a la reconstrucción de los hechos de aquella noche, su mujer le acabó preguntando cuando se halló con él a solas por qué tenía tantas reservas a la hora de expresar su parecer, si es que acaso no le importaba lo que le hubiera podido ocurrir a la desdichada de Saada.

Él, inquieto por lo que ella pudiera pensar de él, le contestó fingiendo hastío para restarle importancia a sus palabras:

—Yo ya sé por qué murió. Se condenó a sí misma con lo que dijo poco antes de morir.

Su estrategia no resultó; su aserción dejó a su mujer patidifusa. En un intento de hacerse entender, continuó diciendo:

—La noche en que se encontró su cuerpo, me hallaba barriendo la acera sobre la que tenía montada su carpa, cuando, de pronto, se le acercó una bestia parda que parecía pertenecer al ejército. —Hizo una breve pausa dramática y su mujer enseguida lo instó a que continuara relatando su historia—. Le preguntó algo acerca de sus gatos y ella le contestó a regañadientes. Él, entonces, cogió y, sin venir a cuento, le pegó una patada a uno de sus gatos. Saada, al ver a su gato gimotear y retorcerse de dolor en el suelo, se puso en pie de un salto y amenazó al desconocido:

—Llegará el día en que pagarás cara tu afrenta. No por nada, soy la esposa legítima del presidente.

 

El autor, Mostafa Abdulfatah: