La Madre del Burro

hombre en el Cairo con sacos de arena de fondo

Como el resto de los trabajadores del bufé, yo seguía al pie de la letra las instrucciones que dispensaba el barrigudo de mi jefe, que, con la panza que lucía, a más de uno que no lo conociera al verlo por vez primera debía de haberle dado la impresión de que regentaba una posada para tenias de buen comer en su intestino. Como me tenía una tirria loca, había decidido convertirse en mi sombra. De hecho, no creo que ni las sombras se tomen su trabajo de fungir de tales tan a pecho. Hasta ellas deben de hartarse de tanto en tanto de estar todo el día con la nariz pegada al culo del prójimo. Y eso que yo soy la diligencia en persona. En cuanto veo que los comensales dejan los cubiertos sobre el plato, los retiro de las mesas a toda prisa y me dirijo con ellos hacia la cocina, que nadie se ha tomado ni el tiempo ni la molestia de abastecer de la jarcia necesaria para que la vajilla quede después de cada uso si no como una patena, por lo menos sin restos de comida.

“¡Que les den!”, pensaba para mis adentros. Con cada paseo que me daba de la cocina al comedor y viceversa, me aumentaban las ganas de dar rienda suelta a la rabia que me consumía y de ponerlos a todos a parir en voz alta. Además de hacerme soportar al cansino de mi jefe, el trabajo me había estropeado las manos. ¡Mi jefe!, cada vez que pensaba en él se me erizaban los pelos de la nuca. El muy cabrón no me perdía de vista así le mataran. Encima, cada vez que me veía colarme en la cocina grande que se hallaba separada del area asignada a los friegaplatos, me echaba un rapapolvo de órdago. ¡Que les dieran a todos! Para colmo, pese a trabajar en un restaurante, a los empleados de la cocina nos daban de almorzar bazofia enlatada. Eso sí, como cuando el hambre aprieta a nada se le hace ascos y el mejunje que nos servían tenía pinta de arcoíris, aunque nos obturara las venas del cuerpo, lo engullíamos todo sin rechistar. Ni que decir tiene que se trataba de una estrategia para reducir gastos a costa de los más débiles sumamente efectiva, porque, encima, aquellas pócimas nos pegaban tal chute de energía que nos mantenía currando las horas que hiciera falta, y no tenían reparo en obligar a la peña a que se quedara hasta que el cuerpo ya no diera más de sí.

A la dueña del restaurante la habíamos apodado la Madre del Burro, porque el local se había vuelto famoso por el burro con el que se anunciaba en todos los paneles publicitarios de todas las plazas de cierto renombre del Cairo. Era la única que se portaba bien conmigo. Cada vez que se pasaba por el restaurante para resolver temas fiscales y administrativos, lo cual hacía cada dos semanas aproximadamente, me hacía regalos, para mí y para toda mi familia. Mi esposa estaba venga a preguntar por ella y mis hijos correteaban sin parar tras ella con las manos extendidas y las bocas abiertas, para que encestara en ellas los manjares con los que le gustaba mimarnos, que solían constar de unas chuletillas de cordero, un guiso de ternera, unas salchichas, un poco de hígado encebollado, un estofado de cordero, …

Cada vez que veía cómo se les iluminaba la cara a los miembros de mi familia al abalanzarse sobre los víveres que nos procuraba, se me pasaba la mala uva que tenía por todas las putadas que me habían hecho. Ni los animales se habrían prestado a que los sometieran a semejante maltrato. Habrían dejado de pasar por el aro hacía rato. ¡Que le zurzaran al jefe, del que dudaba muy mucho que poseyera un adarme de humanidad! No le creía capaz de sentir compasión alguna por otro ser vivo que no fuera la ingente mole de grasa que le solapaba las partes pudendas.

¡Que les dieran morcilla a todos los jefes que, por el volumen que llegaban a alcanzar sus triponcios, no lograban advertir a los gatos que se infiltraban en las cocinas, pero que enseguida ponían el grito en el cielo al pillar a alguno de sus famélicos empleados rebañando lo que los comensales se pudieran haber dejado en los platos! Hasta cuando un perro se colaba en la cocina y meaba en un cuenco de arroz, los superintendentes que debían echarlo, en vez, aplaudían su osadía. En aquellos casos, como era de esperar, el perro en cuestión se sentía tan envalentonado que hasta evacuaba el vientre, lo que, generalmente, para más inri, le merecía llevarse de premio una suculenta vianda (del tipo que se papeaba el caballero de la prominente barriga, ni más ni menos) de camino a la salida.

Ojalá la Madre del Burro se hubiera quedado con nosotros para garantizar que todo saliera a pedir de boca. Con lo generosa que era, sé que no nos habría faltado nunca de nada, habríamos vivido a cuerpo de reyes. La echamos de menos. Dadivosa como ella sola, no escatimaba ni en carnes ni en caldos para hacernos felices. No obstante, un día fue arrestada por la policía secreta y ya no volvimos a verla nunca más. Por lo visto, se había hecho un selfi con la cabeza de un asno. Este, a posteriori, había dado la vuelta al mundo gracias a los activistas de Internet.

 

Escrito por Mohammed Reza Elngar.

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Papá es un sinvergüenza, pero mamá … Dios, la de cosas que le haría yo a mamá.

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b) Digamos que el cometido no es el de aparentar ser humano.