A lomos de pasiones encendidas

White horse statue in Shaibet an Nakareyah Markaz El-Zakazik Ash Sharqia Governorate

Tirita del frío que hace esa mañana de invierno, que combate arrebujada dentro de su chupa de cuero con cuello de piel de marta. Le espera un largo día por delante, que acomete avanzando por las calles embarradas que ha dejado la lluvia de hace un rato tras de sí. Llega al lugar acordado, arranca un par de hojas de la libreta que lleva bajo el brazo y las coloca sobre el banco de mármol junto a ella para sentarse encima sin calarse las posaderas. Se sienta de piernas cruzadas, a la espera de que pasen a recogerla.

Y espera, pero, al cabo de un rato, cae en la cuenta de que deben haber cortado la circulación por esa zona porque, por no pasar, no pasa ni un solo turismo. Comienza a chispear, se mete la libreta por dentro de la chupa para que no se moje, se levanta y echa a andar, hoy no puede permitirse llegar tarde. Procura caminar pegada a los edificios para permanecer a cubierto de la lluvia, que ha comenzado a arreciar, bajo las cornisas y los soportales.

Todos los comercios tienen las persianas corridas. Por lo visto, la gente ha preferido quedarse en casa y encender la chimenea a salir a la intemperie. Lo único que se ve en la calle son lecheras y otros vehículos de policía; se ve que ellos no se dejan achantar ni por la ira del Altísimo.

Media hora más tarde, aterriza en la facultad. Sus intentos por evitar tener que sufrir las consecuencias de un chaparrón en carne propia han fracasado estrepitosamente. Está chorreando de pies a cabeza, pero por lo menos ha llegado en hora. Entra en clase con el resto de los alumnos y se sienta en su pupitre. El profesor reparte las hojas de examen. No levanta la cabeza del papel durante las tres horas que dura el ejercicio, al cabo de las cuales sale nuevamente al exterior.

Ha parado de llover, las nubes se han despejado y han descubierto el azul celeste. De pronto, oye las voces de una manifestación a lo lejos. Provienen del puente grande que cruza el ramal del Nilo que llaman Bahr Muweis y se acercan progresivamente. Al rato, el estruendo ha alcanzado unos decibelios dignos de no menos que el final de los tiempos. La gente se asoma a los balcones para ver a qué se debe tanto escándalo.

Las hordas de manifestantes avanzan hacia donde ella se encuentra, todos desgañitándose a coro con el gesto torcido. Las calles de alrededor del campus están de pronto de bote en bote, están como si no pudieran contenerlos. Algunos han comenzado incluso a subir a otros a hombros, como si quisieran hacer sitio para más, como si supieran que su proliferación no conoce límites.

Por un instante, se siente perdida, como si le hubieran cambiado la ciudad cuando no miraba. Junto a ella, se encuentra de pronto una mujer de apariencia humilde que comienza a gritar:

—Al infierno, al infierno con todos los que nos han pasado por encima y nos han hecho la vida imposible.

Se halla al pie de la estatua de un corcel blanco, al que están trepando unos chavales para alcanzar un cartel que cuelga a un palmo de distancia anunciando recortes. Cuando por fin logran tirarlo abajo, la multitud allí congregada prorrumpe en vítores y aplausos hasta hacer temblar las cortinas de las ventanas abiertas del vecindario que revolotean al viento. Los rostros de la gente se abanderan contra la opresión esgrimiendo una sonrisa colectiva. Los únicos que no sonríen son los maderos que se han sumado a la fiesta para poner orden.

De repente, se oyen disparos. Un humo negro envuelve a los presentes, cegándolos. La exaltación con la que momentos antes han estado haciendo gorgoritos se va a hacer gárgaras, y a esta le sigue el pánico. La peña comienza a marearse (hay incluso quien desfallece), a ponerse nerviosa y a empujarse los unos a los otros. Lo sensato parece batirse en retirada y parece una opinión compartida por varios. Ella se une a los sensatos que deciden dispersarse y, en apresurándose a abandonar el campo de batalla, le viene a la mente la voz de la sensatez por antonomasia, la de su madre, que le susurra al oído: “Prométeme que no se te pasará por la cabeza participar en manifestaciones.” “¿Y cómo me excuso por dejar que otros arriesguen su vida por una causa que es la mía propia?”, le replica ella para sus adentros, todavía sin desviarse de su camino.

No obstante, una facción del grupo principal de los manifestantes la sorprende de golpe por una calle secundaria. Es inútil tratar de esquivarlos, por lo que se deja llevar por la corriente, que continúa pegando alaridos, ahora más enfervorizados aún si cabe, más en armonía con las llamas que les salen por la boca a los que los dan a luz. Ella, en cambio, arrastra los pies en silencio, hasta que alguien le pega un codazo y le dice: “Tú, ¿qué?, ¿no cantas?”

Alentada por su mecanismo de supervivencia y fundamentalmente a efectos de disimular, abre la boca y grita, pero su hilo de voz se lo traga el ruido que la circunda. No obstante, ella decide no darse por vencida y grita nuevamente, esta vez, con toda la fuerza de su ser, dando voz a su indignación:

El pueblo quiere …

 

Escrito por Doaa Gamal.