Se sueña en balde

Casa Blanca

En su reloj dieron las diez y media de la noche. El señor Nostalgia se encontraba solo en la calle en penumbras, rodeado únicamente de sus bártulos. Una fuerza desconocida lo había remolcado hasta aquel lugar. Frente a él, se erguía un edificio que desprendía cierta familiaridad. Esperaba que la sensación de relajación que le transmitía lograra enfriar la bola de fuego que sentía arder en su interior. Asomó la cabeza por el portón de entrada.

Minutos más tarde se encontraba en el interior de la casa de Vida. Había llegado hasta allí siguiendo un aroma que, como una hebra de luz, lo había guiado por el tramo de escaleras. Se echó a los brazos de Vida y, acurrucado en su regazo, se sintió renacer con el mundo a sus pies. Ella se quedó estudiando su semblante, tratando de entrever su lado bueno, o, por lo menos, el que a ella le caía en gracia. Durante todo el tiempo en el que había permanecido ausente, jamás había perdido la esperanza de volver a verle. Sabía que él no podía soportar la idea de vivir sin ella. Estaba exultante de contento de tenerle de nuevo entre sus brazos. Sintió que la vida recuperaba su chispa cuando sus labios se fundieron en un beso centelleante. ¡Cuánto lo había añorado!

Por la mañana temprano, la encontró con un codo apoyado sobre la mesa y los dedos entrelazados sobre la tripa. Por un momento, sintió que ella lo miraba directamente a los ojos. Se la veía pletórica de felicidad.

Ella se quedó contemplando su bello rostro sin poder reprimir una sonrisa tonta. Las lágrimas se agolparon en sus ojos del enorme alivio que le produjo verlo de nuevo junto a ella. ¡Por fin podría profesarle su amor y confesarle que, desde que se había marchado, no había hecho otra cosa que soñar con su retorno, con, algún día, poder compartir su futuro con él!

Le propuso, por tanto, que se unieran en matrimonio. En secreto, había albergado la esperanza de que sus sueños se hicieran realidad por el mero hecho de exteriorizarlos. Lo que aún no sabía es que estos pendían al filo de un precipicio. Él era consciente de que la conmoción que le iba a causar ver sus sueños pisoteados la iba hundir en una profunda depresión. Pegó una honda calada a su cigarrillo, expulsó el humo moldeándolo con la boca en forma de aros, se distrajo observando como estos se difuminaban a medida que alcanzaban altura, y la miró. Su respuesta quedó suspendida de la comisura de sus labios. Se refugió en un silencio elocuente para evitar propinarle la bofetada que irremediablemente habría de devolverle a la cruda realidad.

Así transcurrieron minutos. Al cabo, se acercó a ella, se sentó a su lado y le susurró al oído que la quería pero que no podía casarse con ella porque era un desgarramantas, el fracaso hecho carne, chusma de la peor ralea.

Un silencio estremecedor se instaló en el espacio que mediaba entre ambos. Él se levantó y la abandonó a ella a su suerte. Se apresuró a recoger sus bártulos para poder salir de allí antes del quebrar del alba. Ella se sentía como si un volcán hubiera entrado en erupción en su interior y la hubiera enterrado bajo una gruesa capa de escombros y ceniza. Intentó formular en su cabeza las preguntas que tal vez pudieran encuadrar las dudas que le martilleaban el cráneo, pero el silencio de las paredes imantó los interrogantes errátiles. Se asomó por la ventana. Barrió la calle con la mirada. No había nadie. Permaneció en silencio, asimilando su situación. Había sido rechazada por la persona amada, a la que había hecho entrega de la flor de su vida y del perfume de su juventud. Finalmente, profirió un grito estentóreo, que retumbó como el trueno de una noche invernal.

Antes de doblar la esquina, se detuvo y volvió la vista atrás, hacia la ventana por la que ella no tardaría en asomarse. Los ojos se le encharcaron. Luego, reanudó la marcha. Sintió como si le hubieran disparado una flecha al corazón. Para su sorpresa, él también sangraba por dentro.

Hacía una mañana otoñal el día de su partida. La despedida lo había dejado tan descompuesto que le costaba reconocerse en su reflejo. Como un lobo estepario, arrastraba su melancolía por callejones desérticos en los que se arremolinaban las hojas secas que se habían caído de los árboles.

Repasó mentalmente los buenos momentos que habían compartido y sintió que ya nada lograría volver a arrancarle una sonrisa. La noche se abatió sobre sus hombros como un lamento que amenazaba con durar eternamente. La nostalgia que le daba nombre aspiraba a consumirlo por completo. Loado fuera el llanto de la palmera, loadas las propiedades balsámicas, el poder liberador de las lágrimas. Vadeando cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino, sus pasiones se deslizaban desbocadas por vesículas y conductos biliares. El torrente que formaban corría con una fuerza descomunal. Incontinenti, la colisión se evidenció inexorable. Nada más torcer por la cava, se produjo el impacto. Su corazón se quedó dando vueltas de campana. Los espectros que pululaban en los laberínticos meandros de su memoria se achantaron. Se hallaba fuera de sí. Entendió entonces que su alma marchita jamás lograría recuperar su antiguo aire de alacridad. La vida se le resbalaba de las manos.

 

Escrito por Mohammed Mhakkak.

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Él es un cretino, pero la culpa

a) lo reconcome.

b) es del cosmos, que la incluye a ella.