Ecos de nostalgia

Meniet El Morshed, Egypt

Tengo por costumbre salir a dar un paseo a diario y, cada vez que paso por Izbat Al Milh, que está al lado de mi pueblo, Meniet El Morshed, no puedo evitar que me dé una punzada.

Las ruinas de lo que antes constituía la morada de Mohamed Attiyeh marcan la entrada a la localidad. Su historia corresponde a la de los últimos cincuenta años de esta aldea.

De la antigua tienda y la sombrilla que solía haber en el porche no quedan salvo piedras y leños desperdigados. La gente de la zona no sólo acudía a la tienda para abastecerse de lo que llevarse al boca, sino también para cobijarse del sol en verano y del frío en invierno. A Mohamed le gustaba sentarse con la gente que se reunía en el porche. Vestía una túnica blanca que, pese a que se dedicaba a trajinar con alimentos, no parecía ensuciársele nunca. También solía llevar una taqiyah confeccionada a partir de la misma tela.

Siempre se le veía con una sonrisa puesta, con independencia de la hora del día a la que uno se topara con él. Los hombres de las granjas cercanas solían juntarse en el porche a cascar sobre lo divino y lo humano. Se ponían cerca de una caja de madera que Mohammed llenaba de hielo y refrescos y desempeñaba la función de una nevera rudimentaria. De la puerta colgaba un cartel que lo exhortaba a uno a beber Coca-Cola.

Cuando a alguien le entraba sed, todo cuanto tenía que hacer era valerse de la llave que pendía de una cuerda sujeta a uno de los lados de la nevera para abrirla. La explosión que producía el gas al ser devuelto a la atmósfera cada vez que uno de los allí congregados abría una botella siempre me hacía pegar un respingo. Siempre se las tomaban de un trago. Tal vez fuera para no llegar a percatarse del toque ácido que presentaba el sabor del líquido contenido en su interior o tal vez fuera simplemente porque ante todo primaba constantemente aliviar la sequedad de la garganta de uno. Después, eructaban y brindaban.

No muy lejos, corre un riachuelo cuyas aguas bermejas irrigan los campos. A una de sus orillas, crecía una morera blanca que daba unos frutos deliciosos. Mohammed dejaba que los niños jugaran a su vera, pero suspiraba consternado por las moras que caían al agua y eran arrastradas por la corriente. A la llegada del otoño, siempre se ponía triste, porque, en cuanto la morera dejaba de dar frutos, los niños desaparecían y, con ellos, el alegre sonido de sus risas.

Hasta la hora de cierre, que solía coincidir con el ocaso, siempre había movimiento en la tienda. Al cabo, Mohammed recogía las botellas vacías, se subía a lomos de su burra, que se había pasado el día paciendo en el campo tan ricamente, y le susurraba indicaciones al oído para que esta lo llevara de vuelta a casa.

Detrás del local, se erguía la mezquita. El dueño de la parcela de tierra en la que se hallaba construida había contratado arquitectos de la capital para diseñarla y, todo sea dicho, se notaba. Habían logrado erigir una obra de arte. Además, solía ser un gustazo ir a rezar en su interior, pues era un verdadero remanso de paz. No obstante, a la muerte del señor que financió su construcción, la mezquita comenzó a deteriorarse enseguida. Mohamed se pasó varios años ahorrando para poder restaurarla, pero, justo cuando ya había conseguido acaudalar la cantidad necesaria, enfermó. Cada vez que pienso en ello, me saltan las lágrimas.

Al enfermar, a Mohammed no le quedó más remedio que cerrar la tienda. Con el tiempo, la gente dejó de juntarse en el porche y la tienda acabó siendo abandonada. Hasta la morera acabó siendo arrancada.

Ya no queda nada en pie de aquel entonces. La mezquita hace tiempo que está cerrada al público. Se le ha hundido el techo y la pintura de las paredes se le ha caído casi por completo. Ya sólo queda el vacío, que el viento a veces enjaeza con bolsas de plástico.

 

Escrito por Samir El Manzlawy.