Hogar, dulce hogar

desouk kafr ibrahim Egypt

Al regresar a mi comarca natal de mi estancia en el extranjero, me percaté de lo mucho que la había echado de menos. Todo me parecía infinitamente más maravilloso de lo que me había parecido con anterioridad. Los árboles, altos; sus flores, coloridas; los pájaros que se posaban sobre sus ramas, de recias cuerdas vocales. Y, ¿qué decir del aire puro? Era de un terapéutico que los que padecían de bronquitis no tenían más que respirarlo para sentirse renacer. Me había pasado los mejores abriles de mi vida en esta región y el tiempo restante, suspirando por volver, con los recuerdos punzándome las entrañas. Cuando mi madre cayó enferma, sentí que el mundo se me venía abajo. Me acababan de ofrecer un puesto de interino en el hospital de mi pueblo natal y entre mis recién adquiridas prioridades como joven doctor figuraba la de asegurarme de que la atención que dispensara el hospital a los pacientes de la comarca fuera irreprochable, exquisita cuando menos. A primera vista, mi madre no parecía haber contraído nada grave. Le diagnosticaron estrés acumulado. No obstante, yo la había echado tanto de menos que la mera contingencia de perderla me partía el corazón. Al fin y al cabo, no se puede culpar a un hombre de aberrante por creer necesario preocuparse por su santa madre. En mi caso, mi consternación contribuyó a que intuyera que mi madre se hallaba in extremis.

Enseguida adopté la costumbre de pasearme un rato a diario a orillas del río que atravesaba la pequeña comarca. Me gustaba que la naturaleza en derredor me calara hasta el tuétano: la corriente del río, los pío-pío, los niños saltimbanquis que correteaban con cara de no haber roto un plato en su vida. ¡Y yo pensando que regresaba a mi pueblo en calidad de regalo caído del cielo con mi propósito de sanar las dolencias que aquejaban a su población! Lo cierto era, por contra, que era yo el que me hallaba asaz necesitado de lo que mi pueblo tenía para ofrecer. Mi madre empeoró de golpe y, de la noche a la mañana, se hallaba en un estado del que se desprendía lo que yo ya me temía: estaba agonizando. Sólo nos habíamos tenido el uno al otro. Mi padre, que en paz descanse, había fallecido tiempo ha y yo no había llegado a casarme. Mi pequeña comarca me había enseñado todo lo que sabía y todo lo que poseíamos se reducía a lo que habíamos granjeado de lo que habíamos invertido en ella en tiempo y dedicación. Nuestros bienes, todos muebles, podían contarse con los dedos de una mano.

La noche en que ocurrió corría una brisa entre agradable y sobrecogedora. Era una noche de verano tranquila. Con todo lo que había añorado durante tantos años, cada uno con una plétora de noches, aquellos imponentes paisajes en calma que ahora tenía frente a mí, sentía que mi pecho estaba a punto de estallar de felicidad. No obstante, todas las otras flores del vergel divino palidecían al lado de mi amada Jasmine. En honor a su nombre, despedía un aroma dulce y embelesante: el que desprenden las mujeres que están arraigadas a la tierra y se han curtido al calor de un sol abrasador sin perder su inocencia. A diferencia del resto de las mujeres del pueblo, Jasmine no sólo enamoraba por su belleza exterior. Sólo imaginar cómo se desencadenaría el instante en que por fin nos volviéramos a ver me había hecho desear retornar a casa más ardientemente. No la había visto en años y tampoco me había partido el lomo intentando mantenerme al tanto de su vida. Yo era de la convicción que los reencuentros se vuelven más apasionados cuanta más pasión se haya acumulado imaginando al otro castamente en silencio y desde la distancia. Estaba, pues, en ascuas por ver a mi amada. No obstante, no podía dejar a mi madre en la estacada en su lecho de muerte. La duda sobre qué hacer me mortificaba. Pasé la noche reconstruyendo el recuerdo que guardaba de mi amada hasta convertir su estampa en una obra maestra. Mi madre murió. Murió la misma noche que, por azar, me enteré de que mi amada Jasmine emigraba al extranjero a lanzarse a los brazos de otro hombre.

Finalmente, no me quedó nada por lo que me mereciera permanecer en mi comarca. Todo cuanto me había deparado era una nostalgia infinita que, como una daga que me hubieran hundido en el pecho, se me clavaba un poco más cada vez que me ponía a recordar.

 

Escrito por Radwa Zaki.

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