Viven juntos en Babia, pero él sueña con regresar a Marte y ella, a Venus

Wadi Rum in Jordan

Quedaban para encontrarse al ocaso en las montañas una vez al mes. Las noches en la cumbre son gélidas y sorprendentemente pacíficas. Soñaban a lo grande, a lo monumental. A su alrededor, la naturaleza brillaba con colores tan vívidos que los llevaba a ellos a lividecer … hasta que la primavera llegó a su fin.

Se erguía en la cima de aquel monte púrpura que había asimilado la percusión de sus azarosos pasos y dejaba trotar su mirada por la enigmática ladera. Seguidamente, alzaba la vista al cielo y a las estrellas y los invocaba: “Con lo grande que es el mundo, ¿por qué tengo la constante impresión de que escasea el aire para respirar?”

Recordaba la primera vez que se sintió levitar. Las plantas de sus pies se despegaron del suelo y una versión suya de traza ingrávida se desprendió de ella y sobrevoló el mundo. Se sentía beoda de felicidad. Era como si hubiera adquirido la habilidad de hacerse invisible, de desaparecer tras una sonrisa tonta.

Aquel día, había trepado por el monte a toda brida, como si le fuera la vida en ello. Nada más alcanzar la cima, se detuvo, se cercioró de que no hubiera nadie que pudiera verla y se puso a dar vueltas sobre sí misma. Cerró los ojos y, lentamente, un giro tras otro, se fue adentrando como una peonza en el laberinto de sus ensoñaciones. Todo cobraba sentido, como si de pronto alguien hubiera encendido la luz en la habitación en la que se hallaba en penumbras. Una voz pausada que sólo ella era capaz de oír la guiaba mientras se orientaba a tientas por esa realidad de flamante semblante. En su pecho, latía un corazón que se debatía entre jugársela con la hipo- o con la hipertensión. El cóctel de sensaciones que sentía bullir en su interior le tenía preparado un repertorio que la ponía en un brete, puesto que no sabía cómo hacer que la melancolía, el júbilo y el miedo cupieran en un mismo pentagrama. Llegó un punto en que no le quedó otra que desembragar el motor de su desazón y desconectar su razón. Sólo podría batir sus alas si dejaba de devanarse los sesos.

Para estar con él, se tenía que dejar llevar por sus pasiones, por el jinete negro con caballo desbocado que galopaba en su interior y daba a beber hieles a su buen juicio. El verbo no ingería en la dialéctica que practicaban sus miradas. Temía acercarse a él, pues corporeizaba la provocación que la desposeía de criterio. Se sentía culpable admitiéndose a sí misma el poder que ejercía él sobre ella. Los frenéticos latidos de su corazón amenazaban con, en cualquier momento, anudarle la voz y usurparle el habla, arrastrándole a ella a plegarse enteramente a su voluntad. Como en una película de terror. Temía gritar, temía echar a correr, era alzar el vuelo o reventar. Finalmente, clavó la vista en él y delegó en el el firmamento su tarea de hacerse cargo de sus sentimientos.

Ojalá hubiéramos detenido el tiempo en aquel instante, ojalá pudiéramos trasladarnos ahora a él para volver a dejarnos embriagar por los aromas del entorno y arropar por el silencio reinante, acurrucados juntos, cada uno en los brazos del otro. Ahora ya sólo nos quedan los recuerdos, que se difuminan lentamente con la resistencia que les ofrece el aire al mecernos con el paso del tiempo. Estamos condenados a ver cómo se van desvaneciendo desde el momento en que los damos a luz, porque, a fin de cuentas, tienen una misión que cumplir, la de otorgarnos un tiempo prudencial para despedirnos de aquello que no podemos concebir lejos de nosotros. Debería haber captado de ti al descubrirte la imagen con la que te recuerdo ahora, en la que figuras desprovisto de tu entorno, de modo que los factores del medio no pueden dulcificar tus rasgos. Nos miramos arrobados, viéndonos sin comprendernos, porque esa llamarada que corusca en nuestras miradas recíprocas no se deja domar fácilmente. Pero, ¿cuánto nos estábamos perdiendo el uno del otro? Si tan sólo pudiéramos quedarnos en la era a la que se remontan las historias de amor.

Miró al cielo. “Dios mío, mi corazón está hecho añicos.” Por mucho que se esforzara, no conseguía entender qué le había llevado a él a desaparecer sin dejar rastro. Lo probable era que se hubiera buscado a otra, pero ¡cómo dolía reconocerlo! Quería llorar, pero no le salía. Intentaba entonces conservar la compostura y las rodillas le temblequeaban. Las ganas que tenía de matar la tenían clavada in situ, sin poder mover ni un músculo. Era presa de sus emociones, que se contradecían entre sí constantemente, haciéndola ora querer estrangularlo, ora, volver a estrecharlo entre sus brazos. Lo que más miedo le infundía, no obstante, era pensar que jamás llegaría a olvidarlo. Ella sabía que en algún momento él habría de regresar batiendo sus pestañas sobre sus retrecheros ojos, y ella debía de estar preparada para hacerle ver, cuando eso ocurriera, que debería haberse espabilado antes.

 

Escrito por Areej Khaled.

Elige tu propia aventura

Locura por todos los huesos del prójimo, ¿no es

a) así como le llaman al efecto secundario que deriva de la panacea que administra Cupido contra la hipertrofia del músculo que gobierna la pulsión de auto-conservación?

b) sentir eso la mar de chulo, hasta que uno entra en colisión con la realidad y acaba siendo propulsado por los aires dando vueltas de campana?