La OEA, el porro y el anciano turco

La plaza de los Mártires, Trípoli, Libia

Esta historia trata de dos personas que, pese a compartir el 25 % de su material genético, pertenecieron a generaciones que parecen haber vivido en eras distintas. Sara se encontraba en una gran plaza que había cambiado de nombre varias veces a lo largo de la historia. Era la más grande y la más famosa de la ciudad. Frente a ella, se erguía un edificio que se remontaba a época preislámica. Asimismo, otro de los edificios que bordeaban la plaza, el rojo, lucía una inscripción que indicaba que el monumento databa de antes de Cristo, o, lo que venía a ser equivalente, de antes incluso de que se comenzara a registrar el paso del tiempo.

Sara se hallaba esperando al tipo con el que había quedado para que le vendiera un canuto de María. Por aquellos lares, estaba fatal visto que las mujeres fumaran hierba, que fumaran, a secas, fuese lo que fuere. Fumar estaba terminantemente prohibido. Cuarenta años atrás, Sara quedaba con sus amigas para fumar en ese mismo lugar. Por aquel entonces, estaba permitido. Además, frente a donde se situaba en aquellos momentos había antes un garito que se llamaba OEA, como la cerveza. El bar había desaparecido sin dejar rastro, ya tan sólo quedaban los edificios de valor histórico que se erguían a su espalda.

Mientras esperaba, le vino a la memoria aquella ocasión en la que su abuela y tocaya le dijo:

-Nuestro nombre es especial.

A lo que Sara preguntó:

-¿Por qué dices eso, abuela?

Su abuela entonces repuso:

-No encierra un significado profundo, pero menudea en todo el mundo. Nadie se equivoca al pronunciarlo y no hace falta deletrearlo. No necesita ser compactado ni se presta a ser reemplazado por irrisorios motes. No está sujeto a la veleidad de las modas y, por lo tanto, en todos los siglos que lleva en circulación, jamás ha quedado desfasado. Con poco que investigues, enseguida verás que la cantidad de próceres que han llevado el nombre de Sara es profusa cuando menos. Se han dedicado desde serenatas a eslóganes a mujeres con este nombre. Es un nombre con carácter, destinado a dar ínfulas de grandeza a sus afortunadas portadoras, de forma que puedan sentirse importantes cuandoquiera que estén de capa caída.

A renglón seguido, Sara adujo:

-Yo no quiero sentirme importante.

-Todo el mundo quiere sentirse importante -agregó su abuela-, lo que pasa es que la gente no coincide en el valor que atribuye a cada uno de los elementos que constituyen el mundo que la rodea y desea ser valorada según su forma particular de diseccionar su entorno. Para algunos, lo importante es la familia; para otros, socializar con gente de todas partes; los de más acá, valoran las tradiciones y las leyes consuetudinarias; y los de más acullá, la ética laboral y los principios universales. Unos ponen el énfasis en permanecer sobrios; otros, en ponerse hasta las trancas de lo que les echen.

-Abuela, ¿alguna vez te has emborrachado?- Sara bajó el tono de voz, a sabiendas de que su pregunta podía resultar ofensiva para su abuela.

No obstante, la abuela respondió sin tapujos:

-Sí, una vez, con un señor mayor de origen turco. La primera vez que crucé el umbral del OEA tenía el corazón en un puño. Nunca antes me había aventurado a entrar en un garito. A las mujeres que se asomaban a los bares se las tildaba de busconas. Yo me había cubierto la cara con un pañuelo para ocultar mi identidad. Un señor mayor con pinta de turco me vio entrar por la puerta y me invitó a una copa. Él quería rajar; yo, trincar: hacíamos un equipo fantástico. Comenzó, por consiguiente, a contarme historias del Castillo Rojo y de lo que se cocinaba intramuros; anécdotas acerca del emperador Septimio Severo; y chascarrillos sobre el consumo de alcohol y otras sustancias. También me habló de lo magnífica que, en su opinión, había sido la década de los sesenta. “Ojalá pudiera revivir los años sesenta”, apuntaló. “Eran tiempos de emancipación para la sociedad. Debería haberme ajumado más y haberme metido en la cama con más mujeres. En aquella época, para defender sus ideas, la gente esgrimía argumentos en vez de blandir armas. Con una botella en una mano y un cigarrillo en la otra, se era un revolucionario un día y un retrógrado el siguiente. A fin de cuentas, nadie presumía de hallarse en posesión de la verdad, porque todos sabíamos que, por muy convencidos que estuviéramos de nuestras creencias, a la postre, no eran más que elucubraciones individuales que el tiempo acabaría desbancando. Ninguna idea merece que nadie sacrifique su vida por ella. Dale tu propio sentido a la vida y disfrútala al máximo mientras puedas.”

Sara no creía que aquello que le contó su abuela en su momento fuera un fiel reflejo de la conversación que pudiera haber tenido con aquel anciano turco de su pasado. En vez, tenía la sensación de que su abuela había salpicado la versión de los hechos que le había narrado con reflexiones de su propia cosecha que había puesto en boca del anciano turco a posteriori. Sara creía que su abuela había decidido presentarle sus ideas de aquella forma para que estas parecieran ideas secundadas, de peso, para no correr el riesgo de que, al transmitírselas, ella las descartara automáticamente por considerarlas subjetivas. O eso fue lo que le vino en mente mientras esperaba en lo que actualmente gusta en denominarse la Plaza de los Mártires, que, irónicamente, antes se llamaba la Plaza Verde. No obstante, al representarse el relato de su abuela en la cabeza, ocupó su lugar en la historia y se vio a sí misma entablando conversación con el anciano turco. Se daban palique, sin más pretensiones que las de pasar el rato. Aún así, aquello a ella le parecía algo mágico. Debían ser los efectos del alcohol.

Sara murió de cáncer unas horas más tarde. Lo último que hizo en el Hospital Central de Trípoli fue fumarse un peta. Se lo había liado y administrado una enfermera filipina a modo de medida paliativa. El viaje la trasladó de nuevo a la Plaza Verde, en el que se imaginó fumando con su abuela y el anciano turco. Bebían vino de la tierra y discurrían acerca de lo divino y de lo humano, como el papel que jugaban según qué piezas de la indumentaria tradicional, o el arte surrealista en que redundaba la asimilación elaborada del mito y la realidad. Parecía real. Tanto era así que, por un instante, pensó que había ascendido al paraíso junto al resto de los presentes.

Se oyó una voz que venía de lejos:

-Su vaso está vacío. ¡Camarero, otra ronda de cervezas OEA!

Todos levantaron el vaso y, al unísono, exclamaron:

-¡Brindemos por Libia y por la vida!

Después, los contornos se volvieron nebulosos y la realidad se desvaneció.

 

Escrito por Safia Ltaif.

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Un mundo en que una mujer ha de salir de su casa embozada es un mundo en que una mujer ha de sentirse

a) como una delincuente.

b) constantemente amenazada por el peligro que para ella representa el mundo exterior.