Consideraciones de última hora

Alexandria, Egypt

Cuando me enteré de que había conseguido la beca para continuar mis estudios en Francia, me puse a pegar brincos de emoción. Llevaba tiempo deseando emigrar al extranjero para ver el mundo. Eso sí, como era consciente de que pertenecía al grupo de los pocos privilegiados a los que se les brinda una oportunidad semejante en la vida y me sentía en deuda con el país y la gente que dejaba atrás por la educación que había recibido y las herramientas con las que se me había equipado para afrontar los desafíos que pudieran presentárseme allá a donde fuera, tuve siempre el firme propósito de convertirme un día en un hombre de provecho que pudiera limpiar la imagen que el mundo tiene de Egipto y sus habitantes, en aras de poder enorgullecer a mi pueblo. Cuando me perdía en ensoñaciones, me ponía, casi sin darme cuenta, a practicar el discurso que me imaginaba pronunciando en el futuro en la ceremonia de entrega de los premios Nobel sobre cómo, en última instancia, le debía todo cuanto había logrado en la vida a mi lugar de origen.

Al final, me acabé montando mi vida en Francia y no fue hasta que me reconcilié conmigo mismo por haber llegado a donde había llegado en la vida años más tarde que me decidí a emprender el viaje de vuelta a casa. Ya era hora de que saliera del laboratorio de cristal con fórmulas medidas con probeta y con potencial de desencadenar alarmantes reacciones químicas que constituía Europa y volviera a la cuna de mi historia a que me meciera la nana de lo acostumbrado. Se lo comuniqué a mi familia y compramos los billetes. El día de antes de la partida, mi hijo Amar me vino corriendo y me confesó que estaba deseando conocer su lugar de procedencia. Yo me encontraba leyendo el periódico sobre una hamaca y le mandé a que fuera a ayudar a su madre a hacer las maletas. Fue en busca de su madre con ojos húmedos por la ilusión que le hacía el viaje y esta me vino al rato para informarme de que ya había dejado las maletas hechas a la entrada de la casa. Ella parecía compartir su ilusión. Le dije para hacerla rabiar en plan guasón:

—Pero Marwa, cariño, con la vara que me has dado durante años con que tú, ante todo, eras marroquí.

—Hashem, mi vida, tú sabes mejor que nadie que, pese al potaje de pueblos que lo habitan, el mundo árabe viene a ser un único caldero en el que se cuecen las mismas almejas —me contestó ella, llevando razón, como siempre. Yo me reí y asentí.

Aquella noche nos acostamos temprano para amanecer al día siguiente con tiempo para llegar bien al aeropuerto. Antes de conciliar el sueño, me quedé un rato recordando mis viajes por el mundo árabe. Era ciertamente de admirar lo que contenía en materia de maravillas que atestan de la evolución de nuestra especie; desde, en Giza, las pirámides y la esfinge, cuya naturaleza estoica le permite seguir plantando cara al implacable transcurso del tiempo; pasando por Latakia y los altos del Golán, cuyas montañas de cumbres nevadas se hallan pobladas de bosques que lindan con laderas de un verde brillante; y Bagdad, que, a lo largo de la historia, ya sea la del mundo árabe como la del que se extiende más allá de sus fronteras, siempre ha sido un foco de producción intelectual; así como la Meca, la ciudad de la que era oriundo el profeta; y Jerusalén, cuyos lugares de culto varían según la religión que siguen los distintos sectores de la población de la ciudad, pero reúnen todos una variedad de estilos que les confiere singularidad y poseen una arquitectura que recibe influencias de todas las distintas culturas de las que provienen sus residentes; hasta la flor del desierto que es Petra, en Jordania; y Alejandría, la joya a orillas del mar mediterráneo.

A la mañana siguiente, nos plantamos en el aeropuerto. Al subirme a bordo del avión, vi a un tipo barbudo con una pinta de pirado que me dio escalofríos. Luego ocupé mi asiento junto a mi familia, la nave despegó y mi pensamiento alzó el vuelo hacia tierras lejanas, aunque cada vez un poco menos. De pronto, mi hijo me dijo que me quería. Yo le contesté que yo a él también.

Una hora más tarde, fui propulsado junto a mi asiento hacia el espacio exterior. A medida que caía, aumentaban las revoluciones con las que me había puesto a darle vueltas a la cabeza. Alguien había hecho volar el avión por los aires. Entonces, me acordé del figura que había visto al subirme al avión. ¿Por qué había detonado el avión aquel terrorista árabe? ¿Acaso no le importaba que, a consecuencia de sus actos, el mundo árabe adquiriera mala reputación en el extranjero? ¿De qué clase de descerebrado se trataba? ¿Por qué no les permitía a los guiris ir a descubrir Egipto y quedar deslumbrados por su belleza inigualable? ¿Y por qué habría de llevársenos a mi familia y a mí por delante, a sus propios hermanos de sangre? El terrorismo es para los auténticos descreídos, los que han perdido su fe en la razón, concluí.

Luego me puse a intentar corregir el curso de mi caída para así lograr al menos aterrizar sobre Egipto, pero enseguida se me hizo evidente que Egipto quedaba muy lejos, seguramente mucho más lejos de lo que había quedado nunca. Justo antes de hacer impacto, dirigí una última plegaria a Egipto:

“Patria mía, perdóname. Debí haber intentado honrarte y enaltecer tu nombre sin abandonarte. Tú eres el único paraíso terrenal verdadero.”

Seguidamente, se me abrieron las puertas del vergel divino.

 

Escrito por Mahmoud Ayman.