Supervivencia

Aleppo, Syria

Se situó a cubierto tras una pila de escombros. Ojo avizor, se puso a inspeccionar el panorama que se extendía ante él. El fulgor de las explosiones a lo lejos se reflejaba en sus pupilas. Como el halcón que se dedica a estudiar el terreno mientras espera pacientemente a que las circunstancias le sean favorables para poder abalanzarse en picado sobre su presa, él tenía un único objetivo en mente, no darle al otro opción de que volviera las tornas.

Necesitaba concentrarse para no entrar en pánico. Había diseñado un método a tal efecto. Debía controlar su respiración contando los segundos que transcurrían entre que inspiraba y espiraba. Sólo así lograría erigir un dique mental para contener el piélago de impresiones inconexas que amenazaba con encharcar su cerebro y usurpar su poder de decisión, que ya a esas alturas se reducía a activar o no el músculo que le fuera a llevar a apretar el gatillo.

Hacía rato que no oía el latido de su corazón. Todo indicaba que se le había gangrenado. Ya sólo seguía con vida para poder representarse su muerte, de todas las maneras posibles, una y otra vez. Se había convertido en el divertimento macabro del sádico que opera en las sombras, cuya ardorosa mirada sentía clavada sobre él, carbonizándole la piel, fosilizándolo paulatinamente.

De pronto, se empezó a escuchar el zumbido de los aviones de guerra. Tragó saliva. El final se acercaba a pasos agigantados. Apenas unos segundos más tarde, el fragor había alcanzado unos niveles que le impedían pensar. Atronador, enloquecedor, como aquella guerra, que dejaría tras de sí un silencio árido, de los que no se dejan atribuir significado, como un corazón que late por inercia.

Sonrió, de forma casi instintiva. El que lo viera, lo que pensaría. Pero aquel juego no se regía por las leyes de la razón.

De repente, a poca distancia de donde él se encontraba, cayó una bomba que derrumbó un edificio. La tierra se estremeció. El dique que había construido en su cabeza estalló en mil pedazos. De súbito, ya no distinguía salvo cuerpos desmembrados. Debía salir de allí, como fuera. Se levantó y, sin dejar de asir su rifle con fuerza, comenzó a correr como alma que lleva el diablo. El olor a sangre y napalm que flotaba en el ambiente le obturaba las vías respiratorias. Sentía que se quedaba sin resuello a cada zancada que daba, pero no podía darse por vencido, porque sabía que, en cuanto se parara, se convertiría en parte del decorado.

No tardó en alcanzar el lugar donde había sido arrojada la bomba. Sobre una colina, había un grupo de gente con cámaras de fotos. Uno se dio la vuelta y, al verle, lo encañonó con el objetivo de su cámara. Aquel periodista se hallaba a una pulsación de inmortalizarle, de encapsularle en la imagen que pudiera convertirse en la cara reconocible de la guerra.

Un niño manchado de sangre y cubierto de polvo.

Él lo apuntó con el rifle y apretó el gatillo.

 

Escrito por Ahmad Khader Abu Esmail.