Junto al puesto de la vendedora de té

Ganador del concurso «Dos mil noches y un amanecer»

Khartoum, Sudan

Comprobé que lo llevaba todo conmigo antes de sentarme a tomar una taza de té en la plaza. Me había pasado media mañana haciendo la compra en el mercado de frutas y verduras, y, con el agotamiento que llevaba encima, no podía confiar en que, si no permanecía alerta a los cambios que pudieran sufrir mis circunstancias, no se me fuera a pasar por alto algo importante. El lugar se hallaba atestado de vendedores de té ambulantes y el olor a menta y clavo que flotaba en el ambiente incitaba a consumir. No obstante, aquel día, por alguna extraña razón, no abundaba la clientela. Pese a que las probabilidades de que llegara a encontrar algo en aquel paraje con lo que poder entretenerme o regalarme la vista no pintaban precisamente como para tirar cohetes, decidí quedarme un rato para ver si la cosa se animaba, pues, total, no tenía trabajo y en casa no me esperaba nada mejor qué hacer. Además, ¿quién sabía?, aún era relativamente temprano.

Me puse, pues, a leer un par de carteles publicitarios y a memorizar los eslóganes con más chispa. Cuando me aburrí, dejé vagar la mirada por la plaza y vi a unos tipos con cara de estar en las últimas entrar en la farmacia arrastrando los pies. Pensé en quedarme pendiente de su trayectoria, pero, como tardaban en salir, acabé entablando conversación con las vendedoras de té, que no tuvieron inconveniente en ponerse a chismorrear conmigo sobre la gente a nuestro alrededor.

De pronto, se sentó a mi lado un chico barbudo que llevaba pantalones cagados y unas rastas que parecían cuerdas de esparto. Lo primero que hizo nada más asentar sobre la silla sus audaces posaderas fue embutirse sus tentáculos cefálicos en una gorra tricolor. Seguidamente, se sacó unos auriculares del bolsillo del pantalón, se los introdujo en las orejas y comenzó a bambolearse al son de la música que salía por ellos.

¡Por fin, alguien que lograba picar mi curiosidad! Me arrimé pues a aquel personaje tan pintoresco y, con una sonrisa, le pregunté si no le importaba prestarme un auricular. Devolviéndome la sonrisa, me informó de que la pista que estaba sonando era de hiphop y me preguntó, a su vez, si a mí me gustaba ese tipo de música. “Yo escucho de todo”, contesté, a lo que él respondió: “En ese caso, no se hable más”, y me tendió el auricular del lado izquierdo. Yo me lo metí en la oreja y me puse a prestar atención a las letras de la canción.

De pronto, me pareció entender algo que me dejó completamente a cuadros. Para cerciorarme de que no era que me hubieran engañado los sentidos, le pedí al joven que me pusiera otra vez el último trozo de la canción que estábamos escuchando. Después de oír el susodicho fragmento por segunda vez, me saqué el auricular de la oreja e interpelé al chaval:

—¿Te has enterado de lo que dice la canción?

—¿Qué dice?

—¿Es que no sabes inglés?

Visiblemente azorado, el joven contestó:

—Algo sí que pillo, pero hay expresiones que se me escapan.

—Así que a ti lo que te mola del hiphop es básicamente el ritmo.

—Más o menos.

—¿Y quieres saber lo que dice la canción?

—Faltaba más.

—Dice que el que está sin un duro y con el agua al cuello es porque se lo ha buscado. Que si, en vez de ser un santo y estar venga a portarte como un bendito, fueras un poco canalla, las mujeres no serían capaces de resistirse a tus encantos y acabarías más cerca de poder dedicarte todo el día a chapotear en vino y otros de esos elixires que se destilan en el Olimpo. Concluye afirmando que si deseas evitar que el alcalde se acabe acostando con tu mujer, ya te puedes poner las pilas.

Al joven enseguida se le notó incómodo y, como queriendo darme a entender que no le hacía particular gracia que me inmiscuyera en sus asuntos, me preguntó:

—¿Vas a querer seguir escuchando?

Yo decliné su oferta educadamente y le devolví el auricular. Él se lo volvió a meter en la oreja y, con calculada parsimonia, comenzó a desenredarse los cables, que se le habían quedado enganchados en las rastas, que parecía que iban a cobrar vida en cualquier momento. No dejó que me cupiera duda: se le habían quitado las ganas de charlar conmigo. Finalmente, se puso en pie, pagó a la vendedora del té lo que le debía y se marchó. Yo lo seguí con la mirada hasta que desapareció de mi campo de visión.

Cuando volví a dirigir la vista hacia lo que tenía delante, esta incidió sobre su cartera, que debía de habérsele resbalado del bolsillo del pantalón al levantarse y se había quedado tirada sobre el asiento que había estado ocupando hasta hacía un momento. La recogí y la abrí, no porque me estuviera matando la intriga por descubrir lo que contenía, que no era relevante al caso, sino porque quería poder encontrar en su interior algo que me indicara cómo localizar al joven, como una dirección o un número de teléfono, para poder devolverle la cartera. No obstante, todo cuanto hallé entre sus pliegues fue un condón y lo que yo, a falta de un conocimiento experto de la materia, identifiqué tentativamente como unas anfetas.

A continuación, cerré la cartera, me acerqué a la vendedora del té y se la entregué diciendo:

—Alguien se ha dejado la cartera.

—Pasa con cierta frecuencia —replicó ella.

Me despedí con una inclinación de cabeza y enfilé el camino de vuelta a casa. Según me alejaba, me puse, sin darme cuenta, a tararear la letra de la canción que aquel joven estrafalario me había invitado a escuchar. De pronto, me quedé parado in situ. ¿Cómo era posible? Se me había olvidado toda la compra que había hecho en el mercado de frutas y verduras por la mañana en el puesto de la vendedora de té.

 

El autor, Kamel Esawy:

Escritor de relatos y poeta sudanés.