La hija de Abu-l-Hayyay

3. story 2

Era mi cuarto día en el Sur.

Y la primera vez que visitaba la mezquita de Abu-l-Hayyay, pese a no tratarse de mi primera visita a la ciudad de al-Aqsar. Tras pegarme una vuelta por la mezquita, mi cámara digital hizo ostensible lo que, hasta que no me hube arrellanado en uno de los balcones de la mezquita abiertos al público y, desde aquella altura privilegiada, puesto a contemplar el templo al tiempo que comenzaba a sonar desde el alminar la llamada a la oración de la tarde, no había sido capaz de captar, a saber, el peso que comportaba lo que se desplegaba ante mí. ¡Cómo me deslumbraba aquel lugar! ¡Cómo me inspiraba! Aquello me indujo a enfrascarme en mis pensamientos.

De pronto, la inquisitiva voz de una joven interrumpió el curso de mis cavilaciones sin derrochar saliva en preámbulos:

-¿Estás casada?

Me volví hacia ella y estudié la belleza de su rostro y la larga, holgada y negra túnica que la ataviaba. Como, a raíz de la curiosidad que me suscitaba, deseaba entablar conversación con ella para averiguar más acerca de esa ansia que parecía abrigar por enterarse de lo relativo al matrimonio o por, quién sabía si directamente, encontrar con quién casarse, tan joven como se la veía, así como la razón de que se hallara merodeando por ahí, le contesté con desenvoltura:

-No, no estoy casada. ¿Y tú?

Me respondió en el dialecto del Alto Egipto:

-Ni me he casado ni he estudiado.

Le indiqué que se sentara. El aire fresco era tonificante y la zagala me daba pena. Había sido un día largo y estresante.

Nada más sentarnos, inspiré profundamente para hacer acopio de la fuerza de espíritu que me iba a hacer falta para encajar la respuesta que me olía que iba a endosarme en cuanto preguntara:

-¡Conque no has estudiado!, ¿eso a qué se debe?

Contestó diciendo:

-Ni yo ni ninguna de mis hermanas hemos estudiado.

No me sorprendió, pues las costumbres por las que se rigen las familias del Alto Egipto no me eran del todo ajenas. No obstante, por si ella tuviera una perspectiva diferente o información adicional al respecto que aportar y que a mí se me estuviera pasando por alto, pregunté:

-¿Por qué?

Se encogió de hombros como si aquello no fuera con ella y hubiera preguntado algo absurdo. Acto seguido, dijo:

-Porque sí. Otra pregunta que quiero hacerte: Tú eres de Egipto, ¿no?

A lo que le repuse:

-Sí, de Egipto.

Se me arrimó más animada y me preguntó con ojos centelleantes:

-¿Y Egipto es así, como al-Aqsar?

La instruí mientras le acariciaba la mano:

-No, al-Aqsar es mucho mejor, por supuesto.

De pronto, se enfadó y se alejó de mí diciendo:

-No me tomes el pelo, mi hermana huyó, largándose a Egipto. Seguro que Egipto es mejor.

Perpleja, pregunté:

-¿En serio?, ¿huyó? ¿Por qué?

Interrumpió nuestra amistosa charleta una voz tosca, nerviosa, recia:

-¿Se puede saber con quién te juntas, hija mía?

La niña se asustó y se me arrimó aún más, cogiéndome de la mano para que respondiera por ella:

-Está conmigo, señor, no tiene de qué preocuparse.

El padre de la niña adujo entonces en el dialecto propio del Alto Egipto:

-Vas a conseguir que ella también se acabe dando el piro.

En respuesta, le comenté:

-No se preocupe, yo voy a quedarme aquí.

Él agarró a la joven del brazo en un conato de llevársela a un lugar más apacible.

Sin embargo, en el último momento, se tranquilizó y se sentó a nuestra vera. Se nos quedó mirando fijamente durante largo rato, intervalo durante el que la joven no articuló palabra. Pobre hombre, me dije para mis adentros. Ya más calmado, entró en la cripta donde descansaba el sarcófago y recitó sus plegarias. Tal vez le suplicara a Abu-l-Hayyay que le permitiera volver a ver a su hija.

La chavala se volvió entonces hacia mí y me preguntó una vez más:

-¿Por qué sigues estando soltera todavía?

-Porque he decidido esperar a casarme -repuse.

Dejó volar su imaginación y me confesó:

-¿Sabes qué? Yo también pienso seguir soltera e ir a Egipto a tomar mis propias decisiones.

En ese instante, me percaté de que aún no le había preguntado la edad.

-¿Cuántos años tienes?

-Catorce, y sigo sin estar casada -me reveló, como si ya fuera un vejestorio que se fuera a quedar para vestir santos.

-No te agobies -le dije-, ya te casarás algún día.

A la sazón, la madre, una señora vestida con una chilaba negra, de aspecto lánguido y semblante cetrino y tostado por el sol, salió de la cripta y, sin mediar palabra, asió la mano de su hija con firmeza para, acto seguido, conducir a la joven al interior del mausoleo. Vi cómo arrastraban a la joven contra su voluntad de la mano, mientras que ella se resignaba a su suerte. A mí tampoco me seducía la idea de que la secuestraran. Ella me miró con ojos suplicantes, penando por que me la llevara conmigo. Pero yo no podía tomar cartas en el asunto. Ojalá Abu-l-Hayyay pudiera sacarse un as de la manga.

Completé mi visita al lugar y caí en la cuenta de que no había llegado a preguntarle a la joven por su nombre. Tal vez había sido la situación, que no lo había propiciado, o quizás me había dado la impresión de que, con lo que me había contado, tenía bastante. Me alegraba mucho de que la hermana de la joven hubiera logrado darse a la fuga. Aquello era pecado, como Dios está en los cielos, lo que no quita a tener que admitir que la chica los debía de haber tenido cuadrados.

No obstante, bien mirado, ¿qué pecado es más grave: el de aquellos que privan de educación a una niña y la obligan a contraer matrimonio a una edad prematura, o el de esa niña, que, en viéndose en una situación sin escapatoria, toma el portante? Lo cierto es que sólo puedo especular, la vida que se lleva en el Alto Egipto es harina de otro costal.

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Escrito por Israa Abozid.

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