Las aceitunas y los extranjeros

Al-Aqsa: La mezquita de la roca en Jerusalén

El cansancio acumulado lo derribó sobre el frío colchón. Puso las manos detrás de la cabeza y miró al techo: la pintura había empezado a desconcharse. Una chispa de melancolía rutiló en su mirada. Se trataba de la misma pesadumbre que, con el tiempo que llevaba asaeteándole, había conseguido que le saliera chepa. Para determinar el origen de su tristeza, decidió trasladarse mentalmente a cuando tan sólo era un niño.

Aquella mañana, se había despertado temprano. Una agorera nube negra le había encapotado el ánimo antes siquiera de que le diera tiempo a quitarse las legañas. Optó por ignorarla en un primer momento. Salió a la calle a jugar con sus amigos. No obstante, sus piernas no le respondieron; se le habían quedado agarrotadas. Se quedó observando largamente a los otros chavales, mientras estos corrían y reían. Finalmente, se encaminó hacia el río, que desde hacía días le hablaba en sueños. Avanzaba a zancadas, por lo que no tardó en perder a sus amigos de vista. Sintió cómo una lágrima se le escapaba de sus ojos enardecidos y le rodaba por sus gélidas mejillas, a las que el viento que soplaba del Este había acabado confiriendo una tonalidad púrpura. Se sentó y acolchó su cabeza sobre sus rodillas. Era incapaz de atribuirle una razón de ser a su tristeza. A la sazón, no se dedicó a observar cómo el agua se abría camino hacia el mar ni cómo las bandadas de pájaros surcaban el cielo en busca de un árbol sobre el que anidar. No se cuestionó, como de costumbre, la procedencia exacta de la leche que las mujeres de su pueblo ordeñaban, en principio, de las vacas. En suma, podría uno decir sin temor a equivocarse que no se hallaba precisamente ejercitando el cacumen. Se hallaba en modo contemplativo.

De pronto, oyó cómo una voz en su interior lo interpelaba. “Vuelve a casa”, le ordenó. Obedeció de inmediato. Echó a correr como alma que lleva el diablo. Las lágrimas inundaban sus ojos. Aminoró el paso al ver a todo el pueblo congregado frente a su casa. Los aldeanos le lanzaron una mirada llena de compasión. Se percató entonces de golpe de que había acaecido un infortunio. Se dirigió con paso firme hacia la puerta de entrada, cruzó el umbral y se encontró a su madre tendida en la cama. A un costado de la misma, su hermana se deshacía en sollozos y gritaba su nombre. Examinó el rostro de su madre. Se la veía pálida y demacrada. Se le habían formado unos aros negros en torno a los ojos. Pese a que la lividez de su semblante sugería más bien lo contrario, aún seguía con vida. Ella le devolvió la mirada. Sus ojos ponían de manifiesto su dolor. Le indicó que se acercara y él acató su voluntad. En ese momento, le susurró al oído:

-Ay, hijo mío, no dejes que los olivos que plantaron tus abuelos caigan en manos de extraños. Protege las aceitunas de tu pueblo.

Nada más acabar de balbucir sus últimas palabras, su madre partió rumbo a lo desconocido. Permaneció clavado in situ. Su hermana chillaba y aullaba. La gente del pueblo se agolpó entonces a las puertas de la casa con curiosidad malsana. Alzaron sus voces y estas se fundieron en un lamento desgarrador. Él seguía sin moverse un ápice; se hallaba completamente petrificado. Era incapaz de apartar los ojos de ella ni un instante. En su cabeza, repasaba sus últimas palabras una y otra vez.

De repente, sintió un dolor agudo en la mejilla, como si alguien le hubiera pegado un bofetada. Se despertó de golpe del profundo letargo en el que había estado sumido hasta ese preciso instante. Cuando abrió los ojos, se encontró con que se había dado de bruces contra la pared de la habitación. El teléfono no paraba de sonar:

-¿Se puede saber dónde andas? ¡No me digas que aún estás durmiendo!

-No, no, ya voy de camino.

-Ale, pues arrea, y espero que no te hayas olvidado de traer la escopeta.

-¿Qué escopeta?

-Querido, no nos tomes el pelo, tú no estás en camino. Ve a lavarte la cara lo primero y luego haz el favor de recordar que tenemos que echar a los invasores de la tierra de nuestros antepasados.

 

Escrito por Soumaya Masmoudi.

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Me he enterado hace poco de que las aceitunas verdes y las negras proceden del mismo árbol. Al parecer, el color de la aceituna depende

a) de lo maduro que esté el fruto en el momento de la recolección y del proceso de fermentación al que se le someta.

b) del equilibrio de fuerzas que rija el apego a lo familiar y la ojeriza al extranjero con el que se alimente la simiente.