Cuando ya se tiene para comer

Loor a Dios

Amman, Jordan

Después de comprar el pan, le había quedado lo justo para montarse en un taxi compartido que lo fuera a dejar al lado de casa. No le parecía mala opción, sobre todo, si consideraba el tiempo que le iba a llevar cubrir la distancia a pata y lo cansado que se encontraba ya antes de emprender la caminata. Además, si alguna ventaja tenía hallarse en el Este de Amán, era la facilidad con la que uno podía largarse de allí, gracias a la cantidad de taxis compartidos que pululaban en aquella parte tan cochambrosa de la capital. No obstante, era la primera vez en varios días que se podía salir a la calle sin temer quedarse pajarito. Se estaba en la gloria fuera, con el sol dándole a uno en la espalda, por lo que, en el último momento, optó por ahorrarse el taxi.

Al poco de echar a andar, pasó junto a la casa en la que se había alojado por un par de días cuando, a su llegada a Amán, años atrás, había necesitado que alguien lo acogiera en su piso y había acudido a su familia extendida en busca de ayuda. Su familia poseía un tamaño más bien reducido, pues sólo constaba de catorce miembros, pero, aún así, nunca le había dejado en la estacada. Recordaba con cariño las comidas de los viernes, que era cuando se juntaban todos, a la salida de la mezquita, cuando era pequeño. ¡Qué tiempos aquellos! Ya iba teniendo una edad, los signos empezaban a hacerse notar, y temía que llegara el día en que, como la estela que dejan los aviones en el cielo, sus recuerdos comenzaran a desvanecerse.

Un poco más adelante, se topó con la casa donde había residido su tío Hamdán antes de contraer aquella enfermedad que lo postró en cama durante meses y que, finalmente, acabó con su vida. Él, que creía firmemente en la justicia divina, no entendía cómo era posible que a su tío, quien, hasta el final de sus días, había sido una persona generosa, con la que se podía contar para todo, un buen hombre de familia con criterio y presencia, le hubiera tocado en gracia aquella suerte tan fatídica. Para más inri, murió cuando sus dos hijos se hallaban en la pubertad, que es cuando los hijos más necesitan a sus padres. Por si fuera poco, uno de ellos tenía problemas de corazón y le habían tenido que ingresar en el hospital repetidas veces. En definitiva, a aquella rama de la familia no le habían dejado de llover las desgracias desde el día en que le diagnosticaron la enfermedad a su tío.

Pero así es la vida, una caja de sorpresas, la mitad de ellas, envenenadas.

Seguidamente, dobló una esquina y se metió por un callejón oscuro flanqueado por edificios desvencijados. Apestaba por toda la basura que se hallaba desparramada a ambos lados de los colmados contenedores que se encontraban sobre sus aceras. De pronto, una niña se aproximó a él con cara de pena:

—Señor, se me han caído 35 centavos, ¿no los habrá visto por casualidad?

—No, ¿dónde se te han caído?

—Aquí, estaba corriendo y se me ha caído mi paga y la de mis hermanos.

No pudo evitar compadecerse de aquella chiquilla, por lo que se metió la mano en el bolsillo, extrajo de él el dinar que no se había llegado a gastar en el taxi compartido y se lo dio a la chavala, a la que se le iluminó el rostro ipso facto. Él sonrió y reanudó la marcha. De pronto, le embargó una inmensa sensación de felicidad. Salió de aquel callejón subiendo por unas escaleras y el sol, que había quedado oculto tras unos edificios, lo saludó nuevamente con ademán de querer darle la bienvenida a un mundo nuevo, un mundo cuyo orden había quedado restablecido.

 

Escrito por Mohammad Hamdan Reqab.