La traducción literaria: un oxímoron de incógnito

Arabian Stories es una página web trilingüe en la que se publican, en sus versiones originales y traducidas al inglés y al castellano, los relatos cortos que los autores árabes nos envían para participar en el concurso literario que convocamos anualmente. Los únicos requisitos para concursar son que el relato esté escrito en lengua árabe, que gire en torno a un lugar concreto del mundo árabe, que su extensión se halle comprendida entre las 300 y las 500 palabras, y que su autor nos pueda facilitar al menos una foto del lugar al que hace referencia su relato, así como las coordenadas del mismo.

Se me ocurrió fundar este proyecto tras una estancia en Omán, a donde había viajado porque había sido invitada a conocer a los autores omaníes cuyos relatos, poemas y artículos de crítica literaria me había dedicado a traducir el año anterior en el marco de unas jornadas en torno a la literatura omaní organizadas por Casa Árabe.

Ya entonces intuía que la lengua árabe no se prestaba particularmente a ser empleada de forma metafórica, pero no fue hasta que hube pasado varios días rodeada de escritores omaníes discutiendo sobre la conveniencia de hacer uso del árabe dialectal para la expresión en clave literaria que me di cuenta de hasta qué punto la idea de explorar con la literatura los límites de lo que nuestra condición humana nos permite expresar en palabras sobre lo que entendemos y podemos llegar a aprender de la realidad les parecía peregrina.

El concepto de “literatura” en árabe se halla pues emparentado con el de educación, observancia de la norma, mientras que el que se forja en la mente del hispanoparlante entraña desobediencia, desafío de la norma. Este fenómeno, que complica seriamente la labor del traductor al castellano de literatura árabe, resulta del hecho de que la lengua árabe posee una estructura y una dinámica de crecimiento que difieren significativamente de las del castellano. La correlación que existe entre la apariencia morfológica y el contenido semántico de los elementos que constituyen el árabe es mucho mayor que la que hay entre los términos en castellano. Esto lleva a que los araboparlantes sean mucho más reacios que los hispanohablantes a disociar significado y significante, lo cual, a su vez, los predispone en contra de los préstamos lingüísticos, cuya arbitrariedad estructural e imposibilidad de camuflarse entre el follaje terminológico los confina a un uso restringido y técnico, y nunca les permite convertirse en elementos con los que el araboparlante se pueda identificar, porque evidencian que el árabe ha sido incapaz de expresar todo lo que debía ser aprehendido de la realidad del modo en que fue concebido. Inciden en la herida narcisista que les inflige descubrir que su lengua no fue creada infalible y ha de suplir sus carencias. Los árabes se hallan pues ante un dilema imposible, el de conservar su lengua tal cual y que esta quede obsoleta o el de introducir los cambios necesarios para que sirva para expresar con precisión la realidad tal cual se manifiesta en los tiempos que corren y quede irreconocible. Y no se puede apostar por una lengua que uno no reconoce.

Los problemas traductológicos a los que ha de enfrentarse el traductor literario del árabe son de diversa índole, pero, en este artículo me gustaría hacer alusión a los tres que yo considero de especial relevancia.

El primero radica en la implicación que tiene sobre la manera en que el autor árabe describe su entorno el que no se pueda diferenciar mentalmente de los caracteres ficticios que deja a cargo de actuar el relato que él crea. Esta dificultad deriva primordialmente de que en árabe no existen los tiempos verbales, los compuestos en castellano, que permiten colocar al sujeto de un discurso en dos lugares distintos de la escala temporal a un tiempo. Por lo tanto, su visión del transcurso del tiempo es más lineal, mientras que la nuestra es más tridimensional: En castellano, el sujeto puede ver cómo sus circunstancias le han conducido a hallarse en el tiempo presente y puede apreciar en qué medida este sería otro si las variables del camino hubieran resultado de modo ligeramente distinto, mientras que, en árabe, al no existir en un único concepto la combinación de dos realidades distintas, de una o múltiples alternativas a cómo pudiera desenvolverse la historia del hablante y de las posibilidades que abre la hipótesis a que su destino se pueda bifurcar, el sujeto, por consiguiente, es incapaz de entenderse como alguien distinto, véase, un personaje. Esto explica que el autor del relato en árabe sienta esa compulsión por estar constantemente presente y de manifiesto en la trama como testigo de la realidad que desea presentar y se tematice predominantemente el pasado, el tiempo que ha transcurrido en efecto, el único conocido. El problema que supone dicho fenómeno para el traductor literario del árabe al castellano es evidente, pues ha de tener en cuenta las expectativas de los lectores de la lengua meta, que no pueden entender ni que el protagonista del texto adquiera poderes para teletransportarse de imprevisto ni que la presencia del autor en el texto se deje intuir de forma tan palpable, sobre todo, considerando que este no se ha introducido a sí mismo y que se limita a observar la realidad a su entorno, porque para poder ilustrarla, ha de situarse en ella primero. Este elemento ficcional que constituye la imagen especular del autor resulta redundante para el lector hispanohablante y sólo contribuye a aturdirlo, porque Dios está mucho menos presente en la realidad que convoca el castellano que en la que convoca el árabe.

El segundo problema con el que ha de lidiar el traductor literario del árabe al castellano es la falta de especificidad relativa de la que adolecen los términos en árabe. Esto afecta especialmente a las construcciones metafóricas. Lo cierto es que en árabe no se acuñan palabras nuevas con la misma frecuencia que en castellano, cuyos hablantes pueden optar entre crearlas de forma espontánea por derivación o amalgamamiento terminológico y tomarlas prestadas de otras lenguas con las que el castellano entra en contacto. La estructura del árabe, en cambio, no propicia que el hablante se valga de su inventiva para forjar palabras con las que poder expresar lo que siente que necesita expresar, pero no puede con las palabras a su disposición. En consecuencia, el araboparlante extrae del modo en que se comporta su realidad unas observaciones cuyo significado ha de poder adscribir a las amplias y ambiguas categorías semánticas en las que se ordena su mundo conceptual antes de poder registrarlas. Esto lleva a que las acepciones de una palabra tiendan a divergir e independizarse menos de su significado etimológico en árabe que en castellano. Por lo tanto, los araboparlantes se ven menos incentivados que los hispanoparlantes por su lengua a explorar las posibilidades de interpretación de la realidad, porque no les queda constancia de que pueda ser entendida de diversas formas y, por ende, que pueda cambiar. Carecen de la perspectiva que procura ver cómo la lengua evoluciona con el tiempo. De este fenómeno resulta que para traducir, por ejemplo, una sensación que en el texto original árabe aparece detallada una y otra vez a lo largo del relato con distintas combinaciones terminológicas que son intercambiables entre sí, pues el autor no aporta matices a cómo se ha de entender la sensación en cuestión porque no parece querer distinguirla de otras por sus características adquiridas, el castellano ofrece diversas expresiones idiomáticas, que se adecuan a distintos contextos, y, por lo tanto, aquilatan el modo en que ha de entenderse la sensación en cuestión de forma excesiva para el modo en que la sensación aparece descrita en la versión original. Digamos que en árabe no se da la distinción entre ser y estar, entre intrínseco y extrínseco, y en castellano la metáfora no se entiende sin dicha distinción. La metáfora es, pues, el arte de hacer que un elemento de un contexto distinto al del texto ocupe el lugar de otro con el que comparta cualidades que los permita ser asociados en la mente del hablante. En otras palabras, es tener un concepto situado en dos lugares distintos al mismo tiempo, por un lado, en el espacio que comparte con los conceptos que le dieron forma, el de su significado original, y por el otro, en el que comparte con los conceptos del texto donde se halla situado, el lugar de adopción. No obstante, al árabe le honra ante todo poder garantizar que la realidad permanezca pura, sin mestizaje e inamovible, a pesar del coste que supone carecer de un pensamiento metafórico tal cual se discierne en castellano.

El tercer problema reside en la intención del autor literario. En castellano, el autor busca dar a conocer su perspectiva de una realidad en constante cambio, mientras que el autor árabe aspira a poder constatar la realidad presente y estática que presupone común a todos los seres humanos de la forma más acertada posible. Debido a eso, en numerosas ocasiones, al lector hispanohablante le parece que las versiones en castellano de relatos traducidos del árabe carecen de enjundia, cuando lo que les falta es la capacidad de resultar sorpresivas.

Dicho todo esto, si fundé el proyecto de Arabian Stories fue porque creo firmemente en que la literatura árabe puede ser traducida en tanto que debe ser traducida, porque el lenguaje no precede a la realidad y porque, para convertirnos en sujetos de nuestro devenir, debemos primero aprender a jugar con el lenguaje para crear proyecciones de la realidad en las que poder operar para componer la maqueta de la realidad ideal sin tener que limitarnos a suspirar por que la realidad efectiva vuelva como por ensalmo a ajustarse al ideal, al icono que es el lenguaje, en el plano físico. Básicamente, con independencia de lo que las lenguas nos hagan creer, la realidad no se amolda al lenguaje y cuanto antes podamos percatarnos de ello, antes podremos adueñarnos de nuestro discurso. Yo considero que para poder reconocer la medida en que las lenguas condicionan nuestro entendimiento de la realidad debemos poder ver en lo que nuestra realidad se traduce para los hablantes de otras lenguas.