Nota del traductor

Elegía

Juan y yo nos conocimos en la academia de pintura. De eso hace ya más de diez años. Yo me había matriculado con Diego, mi vecino y amigo de la infancia, al que había logrado convencer para que me acompañara por el reparo que me daba que la gente se percatara de la resistencia que me ofrecía el pincel. Diego cimbreaba la palabra como si se tratara de regaliz y yo la degustaba hasta que mi sonrisa se teñía con la opacidad de su acidez y la carnosidad de su dulzura. Juan, en cambio, pintaba. Y sus trazos suturaban los extremos descoyuntados. El peso de cada elemento descansaba sobre el siguiente en una concatenación que se extendía ad infinitum, que moraba en una pendiente que inmortalizaba el arrullo de la brisa primaveral y el candor de un sol clemente. Hasta que, un día, ese mismo sol lo traicionó. Habíamos ido al cine a diseccionar lo que bajo la monotonía que impone la cotidianidad se torna imperceptible restaurado en un retablo futurista y, a la salida, decidimos dedicarnos a enjuagarnos las cáscaras de palomitas que se nos habían quedado enquistadas entre los dientes a gorgorito limpio de postulados aberrantes. Que si, el día de mañana, implantaríamos en los robots que diseñaríamos, con la intención de descifrar, de una vez por todas, el quid del universo, la aptitud de instruir a otras máquinas que escaparen a nuestro entendimiento y, sin tener que pagar el coste de envejecer, pudieren adquirir tanto saber como para desbancar a los duendes tradicionales y volver a sembrar su magia por doquier, por lo que jamás estaríamos tan cerca de erradicar lo aleatorio como en este preciso instante. Que si, puestos a fabricar un láser que desnuda a la peña por la calle, no tendría más sentido animar a los congéneres a salir de casa en pelotas directamente. Así, ejercitando la especulación salvaje que nos daba ínfulas de iluminados de este orbe, nos íbamos abriendo paso por la urbe, cuando un rayo de luz incidió en los ojos de Juan y lo hizo desvanecerse.

Para cuando recuperó el conocimiento en el hospital, parte, sobre todo la relativa a la función del lenguaje, se había quedado atrás, en pantuflas, entre bambalinas. De vuelta en casa, yo le llevaba porquerías de tentempié para intentar amenizarle la tarea de rebobinar lo acontecido. Pero le había salido una corteza nervuda y anémica que lo tenía a un régimen de autoconmiseración con el que se cebaba en el prójimo por la aversión con la que creía que el mundo debía acorralarlo por haberse convertido, tras su experiencia, en un marrano como de otra pasta, traslúcida acaso. Por ende, metódico, regaba con teína el ojo que le había crecido en la nuca. Plomizo, irascible, parecía haber perdido la capacidad de representación.

Yo le ensartaba el pincel en el puño y le arrimaba el caballete para que lo exhalara, ese destello que lo había enmudecido. Sin embargo, todo lo que arriscaba eran garabatos que componían espirales que pespunteaban rectas que enseguida volvían a enmarañarse. Por ensalmo, había olvidado la historia de las palabras, la que las traba a su eficacia. No, el ritmo; pero sí, los tiempos, los gramaticales y los que palpitan en cada término marcando su transitoriedad. Los que, con el borrascoso relevo generacional, los desgastan y los reciclan en sus variaciones. Zozobraba en las elipsis, en los sobreentendidos, en los signos silentes, en las insinuaciones, en definitiva, recelaba de lo que no aterrizara explícitamente anudado, sellado, desposado, estofado y enfardado conjuntamente con toda una ristra de otros elementos lingüísticos que, hasta que no se acoplaban, parecían conformar un compendio de voces hueras, generales, erráticas e intercambiables cuya identidad aguardaba a ser adquirida en contexto, por lo que, pundonorosas, se reservaban indiscernibles hasta cuadrar y encajar, incapaces de dejarlo en la estacada, consustancialmente fieles al receptáculo que les acondicionara como receptor, que no cual destinatario, por anticipado, hasta la médula, la lengua de Juan tenía toda su inventiva sometida exclusivamente a hacer inventario. No apreciaba el menester de las cosas de que, con ánimo de alternar, se las licenciara de la coyunda de tener que ser, dale que te pego, llamadas por su nombre. No lograba enfocar lo evocado hasta que no acudía toda la dinastía perifrástica al convite a atizar el flash con un Cumbayá pregonado a coro, estampida que enseguida arramblaba con los eventuales acordes disonantes que pudieran haber acabado arpegiando la improvisación. Hasta para mentar a la madre debía satinar el ademán con un batallón de cláusulas sintagmáticas a modo de bastidor. En conclusión, cuando no imperaba la urgencia comunicativa que encomendaba a Juan a articular un miembro de su anatomía que no contara con registros como para dejar mucho margen a la interpretación, la salmodia prescribía un aludido por la labor y a la espera de darse por ídem, porque el lienzo de partida era de un blanco rutilante que se regeneraba con la voracidad de una célula cancerígena y lijaba todos los apéndices que hubieran podido plantar su huella en una vera con la que no estuvieran emparentados y que, a la larga, pudiera gestar implicaciones fortuitas. Cada brochazo con intención sugestiva debía aovillarse con todos los aparejos para autoabastecerse y plegarse a los dictamenes del draconiano erial preexistente con todo lo que fuera a darle, ya, por siempre, razón de ser, antes de asestar su lacerante estocada e incrustarse en arenas movedizas. Paladín del dogma que le había sido revelado, preconizaba el ser a la mano, simultáneamente iconoclasta hasta el punto de arredrarle detenerse a paladear la gabardina que, trajeándolo, tal vez tan sólo momentáneamente, de emperador, requería para aprehenderla. El símbolo carecía de una textura con apellidos y rendía pleitesía a la entidad ideal, la abstracción rectora que en cada refriega particular con lo concreto, en mi mundo a diferencia de en el suyo, se involucraba con carácter, ora de toalla, ora de balleta, bien de babero o de papel higiénico. Para él, sin embargo, aglutinaba en sí, de primera a última instancia, todas las acepciones con las que el hablante fuera a querer atenazar, a posteriori, cada una de las manifestaciones del modelo. Cada cuerpo debía figurar plenamente determinado, a imagen y semejanza del diamante en bruto que obnubila con las verguenzas que le refulgen enfrascadas en sus partes pudendas, y, a sabiendas de lo estupefaciente de sus dotes, dejarse cachear, porque no hay tiempo para adivinanzas, todo lo que se pudiera haber querido mantener en secreto: principio y fin, causa y efecto, ascendencia y descendencia. Modulaba fragatas tan contenidas por su miedo a irse al garete que jamás se aventuraban a soltar amarras y a alejarse del continente, donde tenían afincado a su capitán. A Juan, únicamente le cuajaban las metáforas estrictamente metonímicas que ya no pudieran ser invertidas ni desglosadas, cuya consolidación se remontara a las cuevas de Altamira y cuya composición resultara tan estable y natural que no propiciara que dieran pie a que cundiera el pánico con la contingencia de que llegara a agriársele el biberón semántico. Un lenguaje que no reconocía inferencias ni ramificaciones que no vinieran programadas de serie; que no anhelaba cocinar una alternativa picante sólo para adultos y que, debido a su fijación con la transgresión incestuosa, degollaba cualquier albur que pudiera engendrar vástagos bastardos; de esqueleto sin elasticidad; intransigente con los dislates, lapsus, gazapos, desmanes de poca monta que le hubieran permitido a Juan suscribir el pacto social sin sentirse un peón alienado; e impermeable a las partículas foráneas, que quedaban confinadas a los designios que perpetuaban su condición de invasoras. Su necesidad de aguantar el campamento contra viento y marea no le permitía concebir derroteros que pudieran adulterar su pureza, su receta original, que fueran a desestabilizar el mástil que proponía el triángulo perfecto, excursos que, a la postre, tal vez, incluso, pudieran llegar a extraerle la estaca del corazón que supeditaba su libre albedrío a la tiranía de la carca fuerza centrípeta. Y reiteraba para sus adentros las mismas colocaciones, una y otra vez, como si las redescubriera una vez tras otra, hechizado por su sonoridad inmanente.

No era el único. Aquel rayo de Zeus había congelado a otros muchos. Los llamaban “los eclipsados”. Juan, como el resto, estaba convencido de ser eterno. Yo estaba emperrada en devolverle las zarpas a la tierra, pero la promesa de un allende estos polvos es una suegra díficil de destronar. Diego trataba de disuadirme. Me decía: “¿No ves que ya no sabe jugar?, sólo está venga a constatar las reglas del juego, como si al ir a darles uso fuera a desbaratarlas y el juego fuera a dejar de tener sentido.” Estaba en lo cierto. Juan se había atrincherado en una jerga de monosílabos guturales y ya tan sólo graznaba sus apetitos, que, por propincuidad con las lacónicas lonchas verbales con las que los rebozaba, se habían exacerbado, volviéndose aparentemente cada vez menos dignos de filetear la lengua prístina que, a buen recaudo, se iba haciendo más y más escrupulosa y etérea en su vitrina mental. ¿Cómo, entonces, iba a lograr tentarle con la exquisitez del potaje lingüístico? ¿Y en qué medida me compensaba el desmedido esfuerzo que implicaba?

Sí, era cierto. Había algo en Juan que me fascinaba. Por otro lado, me inquietaba que fuera precisamente aquello que descartaba la posibilidad de que termináramos desflorando la cordialidad que mediaba entre nosotros, que impedía que nuestro vínculo estallara en flor; o aquello otro que me convertía a mí en heroína en tanto que él permanecía avasallado por su propia ilusión de grandeza. Para él, en cambio, era yo la miope. Uno a ojos del otro, por no poder ver el lenguaje que precede a la realidad y la trasciende, que se contagia del referente puntual y traslada su aroma a otras orillas, donde baña la playa que, a consecuencia, da cabida latente a castillos de reinos lejanos que se fuman y esfuman sin que, no obstante, la distribución molecular deba tomar cartas en la fantasía. El otro a ojos de uno, por no entender y ensalzar el lenguaje deíctico con el poder de citar y manifestar en el acto. Cada cual con su estrabismo, ¿llegaríamos a poder mirarnos respectivamente a la cara y a apostar por lo que uno creía que si no se daba en el momento presente no había tinta que fuera a enmendar lo que no estaba escrito y lo que el otro temía que tan sólo pudiera llegar a ser por siempre jamás fruto de una imaginación prolífica? Tal para cual, encenagado uno en la certeza de una realidad que no se sedimenta en la consciencia, inenarrable, literal y, por consiguiente, discontinua, que resulta impredecible y aboca a una perplejidad constante, y envenenado el otro por el descreimiento que homogeneiza una realidad que defrauda constantemente la imagen de lo que podría haber sido.

Cuando se hacía tarde, siendo así que, al final, ambos pertenecíamos a la misma especie, nos sentábamos en el sofá lado a lado y nos poníamos una película de vaqueros y alienígenas mientras engullíamos un buen tazón de cereales. “Juan es guapo, generoso y pasional”, musitaba internamente como intentando enjalbegar el reflejo verde cetrino con el que la proyección del celuloide le tostaba el semblante. También era atento. Me traía flores y siempre acertaba con las que se ajustaban a cada situación. Era infatigable haciendo honor a su tocayo, como si nuestra predestinación a estar juntos no ya sólo le quitara el sueño sino que también le arrancara los párpados y lo arrojara a adobar el cortejo de forma que mi más bien superflua intervención quedara orquestada de entrada. Yo, sibilina, sin más remedio que ser ingrata por naturaleza, solapaba mis reacciones con interrogantes y rezagaba mi predisposición a darme por enterada. Aquello lo volvía frenético y lo enganchaba aún más al enigma que encarnaba, como si fuera el pétreo sillar astillado al que debía ordenar que ocupara su sitio para lograr ensamblar su acueducto. Una dinámica que a mí tampoco me dejaba apearme del carro y esperar desde el arcén a que pasara un tren a menor velocidad. Él también era, pues, por su parte, del todo desconcertante. Si su sistema de designación acababa funcionando y su profecía intrínseca se agenciaba cohesión, aunque fuera telegráfica, la farsa conforme a la que vivía me encorsetaría en su falta de ironía hasta arrebatarme la gracia de seguir resoplando. Supongo que, visto desde ese prisma, a mí lo que me animaba era escoger la perspectiva de la muerte de comparsa.

No obstante, la mutua perseverancia no sólo nos mantenía entretenidos, sino que también nos culturizaba una barbaridad, tan empecinados como nos hallábamos por demostrarnos recíprocamente quién blandía con mayor rigor la batuta del argumento. “Pongamos que llevas razón”, rezongábamos, lejos de plantearnos claudicar, con la idea de tirar por tierra la voz del contrario, que no se prestaba a ser esputada sin contemplaciones, torciéndonos al caer, asistida por lo ofuscados que nos dejaba nuestra vehemencia, el eje de nuestra convicción, burlándose de la fe que depositábamos en el vocablo volcado en escanciar lógica, para, finalmente, hacernos reparar en que nos hallábamos abogando por el diablo.

Y, un día tamizado por una luz crepuscular, me espetó algo que no debiera haber obrado sentido.

-Volvamos a casa -dijo.

No vivíamos juntos, pero obvié el despropósito de objetar y besé el silencio con el que aguantaba la respiración.

Durante varios años, como un par de cactus petulantes, nos dedicamos a libar nuestro idiolecto. Juntos aprendimos a verle las virtudes a cogerles tirria a los vecinos que se preciaban de destilar aperitivos más espumosos sin que el odio apabullante que todo lo tacha nos impeliera a retirarles la palabra y conminara a acribillarles a espumarajos. Hollywood ganó en comicidad y el futuro se sacudió algo de su sorpresiva singularidad.

Nunca llegamos a descubrir lo que le sucedió la velada que le cercenó el habla. De vez en cuando, se despertaba pegando alaridos, invocando a unos genios de los que aseveraba que residían en otro espectro lumínico. A la mañana siguiente, le zurcía con nuestros hipocorísticos el cuento que, deslavazado, me había suministrado de noche y, paulatinamente, fue vertebrando la embestida de la que había sido objeto y exudando su violencia por los poros del lenguaje que íbamos enriqueciendo juntos. Diego ya apenas se mantenía a flote en nuestra dialéctica, por lo que, hastiado, renunció a continuar acompañándonos. Quizás fue su venganza por haberle trabucado el trenzado de su golosina, pues la noche de antes me llamó como para advertirme. Yo no supe calibrar el peso de lo que, en el momento, se me antojó un comentario un tanto dislocado y, cuando Juan salió a trabajar por la mañana temprano, un “eclipsado” le pegó un tiro en la nuca, abriéndole de par en par el ojo que por fin había logrado sumir en un profundo letargo.

Por Juan, a quien amaré mientras conserve la facultad de dar cuerda a mi memoria, que en paz descanse.