El invierno arremete contra el mundo, que se arrebuja en sus zamarras. Vierte el frío sobre los montículos rurales, la tierra que rezuma el agradable aroma de la arcilla, el sudor de su gente. En el valle, una vez aireados los trapos sucios de las humildes casas de adobe, poco queda que mantener bajo llave de puertas adentro. La gente mastica los secretos ricos en fibra que, con la miseria que hornea su pan de cada día como caldo de cultivo, acaban por inyectar el caos en el tejido de su ajetreado trajín cotidiano. Cerca, el río se contorsiona con una corriente preñada de enigmas que engarzan ambas orillas, realidad y fantasía. En el delta, germina la ingenuidad de aquellos que creen poder permitirse soñar. A la sombra de un pórtico desportillado, la nostalgia se bifurca en convulsos arroyos púrpura. El durmiente continua soñando largamente hasta despertar, al cabo, a las puertas de un escándalo.
Encandilado con el falso esplendor de la civilización, regresó de su estancia en el extranjero con una fulana voluminizando su sombra. Destrozó así el cálido y pacífico nido al que sus hijos anclaban sus sueños, sostenidos con la esperanza de que su padre regresara para avalar su vuelo, un padre que esperaban que, a su retorno, les sacara de la oscuridad en la que les había dejado sumidos su interminable ausencia. La esperanza de algún día volver a encontrarse entre sus brazos nunca había dejado de rutilar en el horizonte, era lo único que les había permitido sobrellevar la espera. Por fin, el rostro de su padre trascendía el perfil que, espoleados por su añoranza, se habían dedicado a esculpir en las rocas de aquel desértico paraje para fijarlo a su memoria, donde, en lo más recóndito de su ser, lo mantenían a buen recaudo hasta que se diera el reencuentro. El poso que les dejó la sensación que les causó verlo regresar colgado de un brazo extraño, como de haber tirado su vida por la borda, se cebó en los celos que sentían, que envenenaron la ilusión que habían alimentado de volver a verle, con la que tantas veces se habían enjugado la amargura que había empañado sus ojos tras su partida.
No fue sino él mismo el que se cinchó la diana a la espalda la noche que apareció ante su familia con una mujer de mundo a la zaga. Le había acompañado desde la capital a la que se había mudado para trabajar. La perplejidad le demudó el rostro a su familia, la traición apuñaló el corazón de su mujer y la recriminación se acantonó en su mirada. Los niños, por su parte, clavaron la suya en el semblante de su padre para averiguar en qué etapa de la transición entre la imagen y el objeto lo habían perdido para siempre. Quedaron expectantes por ver qué surtido de sorpresas, aparte del puñado de dinares que ya había puesto sobre la mesa, se sacaba de la chistera para volver a arrancarles una sonrisa. No obstante, no tardó en desguazar sus ominosas sospechas, aseverando que aquella mujer no era sino la esposa de un amigo suyo que trabajaba para el ejército y que no podía volver a su pueblo por las revueltas que sacudían el país. A continuación, anunció que ella se quedaría con ellos un tiempo, hasta que él pudiera regresar. Sus maquinaciones se les metieron bajo las castas sábanas y se arremolinaron en torno a sus cándidos corazones. Como se hallaba bastante lejos de sus padres, que vivían aislados en su recodo del mundo, les confesó su secreto y estos se lo guardaron. Al acabar el día, todos fueron sumiéndose progresivamente en un plácido sueño con las historias de la capital, explorando con la imaginación los recovecos de las ensoñaciones, que les aviaban una imagen estereotipada de la jungla urbana.
Al día siguiente, pidió a su mujer que le cediera a la invitada su habitación y se la dejara preparada para que esta la ocupara, porque la casa era de tamaño reducido y no había sitio para hospedarla en otra parte. La bondad y el candor característicos de las mujeres del campo no la impidieron, sin embargo, sazonar sus ademanes con una pizca de cautela. Y bien que hizo en confiar en su instinto femenino, porque, al caer la noche, pescó a la invitada colándose a hurtadillas en la habitación de él. Él se escudó con la labia que caracteriza a los hombres alegando haberse dedicado únicamente a consolarla, a ejercer de cara conocida para aquella advenediza a la que todo en aquella casa le resultaba ajeno. No obstante, ante el porfiado interrogatorio de su mujer, decidida a expugnar la verdad, la suerte que había permanecido de su lado desde el momento en que abandonó la capital acabó finalmente volviéndole la espalda, y la sarta de mentiras con la que había tratado de almenar su decencia de cartón piedra se desplomó a sus pies. Finalmente, cedió a la presión y desembuchó: también había contraído matrimonio con aquella otra mujer. Las aceradas palabras que eyectaron los labios de él asaetearon el espíritu de ella, dejándola empotrada contra la perentoriedad de vengar su honor. Los retoños, exentos de culpa, contemplaban el escenario boquiabiertos, indecisos acerca de sobre qué renglón balancearse para evitar columpiarse a la hora de compaginar la compasión que sentían por la madre sollozante con aquello que los espoleaba a seguir reconociendo el rostro del padre, que durante tanto tiempo se habían dedicado a ensamblar y que, con la realidad desenmascarada, amenazaba con desmoronarse.
La mustia mirada de la mujer cesó finalmente de recriminarlo. La confianza había quedado hecha añicos y en adelante tocaba hacerse al sinvivir. Su silencio se posó, sedante, sobre el corazón de él, que, apaciguado, bajó la guardia y se quedó dormido. Nada más instalarse la noche en su trono, las llamas del indómito fuego que a punto habían estado de abrasar unas pupilas lo alcanzaron. Sus gritos, angustia en carne viva, desgarraron el silencio que reinaba en la casa, pero llegaron tarde para salvarlo, pues ya habían sido sentenciados a morir, tanto él como la invitada con la que compartía habitación.
A la mujer traicionada le fue asignada una lóbrega celda en la que dispondría de todo el tiempo del mundo para dedicarse a sangrar su odio. Había echado por tierra los sueños de unos niños a los que únicamente se les podía imputar el pecado original, haber nacido en la cuenca de la ignorancia. Unos niños cuyo único sueño fue siempre el de encontrar unas alas parentales al calor de las que poder sentirse a salvo.
Escrito por Umm Tamim.