A las ocho de la tarde, retiraron en el aeropuerto de Estambul la escalera de acceso al avión con rumbo de vuelta a Kuwait. La azafata me arrojó una sonrisa para darme la bienvenida a bordo. Yo se la devolví distraída con la tarjeta de embarque que sostenía en la mano, de cuyos guarismos intentaba colegir dónde debía asentar mis posaderas. Asiento asignado: E11. Aún conservo la cifra grabada en mi memoria. Llegué a la fila de mi asiento y, junto a la ventana, me encontré sentada a una niña pequeña. Se hallaba hecha un ovillo en el asiento. Se había echado a la cabeza la capucha de la parka que llevaba, que la envolvía como si se tratara de una crisálida, engulléndola por completo. ¡Ni que nos halláramos encallados en el círculo polar ártico! Vestía un conjunto que distaba mucho de parecer fruto de una elección estudiada. Poseía rasgos del África Tropical. La miré a los ojos y vi que los tenía enrojecidos. “Seguramente sea cosa del cansancio o del estrés”, me dije a mi misma para acallar mis temores. Había algo de ella que me inquietaba. Tomé asiento a su lado y, subrepticiamente, mi aprensión comenzó a espolear a mi imaginación para que levantara el vuelo. ¿Qué tendría en mente aquella chavala? De pronto, me escamó que tuviera los ojos inyectados en sangre. Ya no estaba tan segura de que el estrés lo explicara. ¿Se hallaría tramando algo? ¿Cuál sería su país de origen? ¡Podía ser incluso que fuera de Etiopía! Yo tenía entendido que había una tribu en Etiopía que practicaba el sacrificio ritual de seres humanos para honrar a sus dioses. Quizás aquella chavala perteneciera a aquella tribu y hubiera decidido emigrar al Golfo para encontrar trabajo. Se hallaba asiendo un librito con fuerza y tenía la mirada incrustada en el respaldo del asiento delantero. Parecía estar tratando de evitarme. A lo mejor, a diferencia de la azafata que me había dado la bienvenida a bordo, trataba de ahorrar en sonrisas. Tal vez hubiera sido eso lo que me había llevado a pensar que podría pertenecer a una tribu etíope: su empeño en permanecer con el ceño fruncido. Me puse a rezar y, según rezaba, a recitar rogativas en mi asiento. No obstante, no lograba concentrarme. Ella acaparaba toda mi atención, me tenía el pensamiento monopolizado. De pronto, me dio la impresión de que se hallaba replicando mis movimientos. ¿Acaso se estaba mofando de mí? ¿Qué le hacía tanta gracia, mi forma de rezar o una humilde servidora?
Me volví hacia mi marido y le dije, tratando de que no se me notara mi irritación:
-Parece que el avión va medio vacío. Si no te importa, voy a buscarme un sitio más atrás, que aquí estamos muy apretujados.
Me levanté y me dirigí con mi libro a un asiento de la parte trasera del avión. Me senté en uno vacío y permanecí allí un rato. No obstante, enseguida caí en la cuenta de que no iba a lograr quitármela de la cabeza, por lo que decidí volver al asiento que me había sido asignado. Justo en ese momento, la azafata se puso a repartir un formulario para que escogiéramos la comida que íbamos a querer tomar. Se podía elegir entre salmón y pollo. Me volví hacia mi vecina para inspeccionar sus preferencias culinarias, pero hallé que se había sumido en un profundo sueño. Ni siquiera cuando trajeron las bandejas con los víveres, se dio por aludida. No probó bocado. Yo, por contra, estaba que era incapaz de pegarme una cabezadita sin que los bufidos que despedían las azafatas por megafonía me desvelaran. Por fin, el cacharro comenzó a descender. Estábamos a punto de aterrizar. Corregí la inclinación del respaldo de mi asiento y, por paradójico que resulte, la angustia que llevaba embargándome desde que había tomado asiento y que encontraba pábulo en mi vecina de asiento de origen africano se desvaneció. Ella se despertó sin más y se puso a mirar con calma por la ventana. Le ofrecí un chicle para que no se le taponaran los oídos y ella lo aceptó con una sonrisa. Si uno se asomaba por la ventanilla, podía contemplar la formidable panorámica que ofrecía Kuwait toda iluminada de noche. Me apeteció sacar una foto y le pedí permiso para acercarme. Ella me lo concedió y, de este modo, entablamos conversación. Me comentó que su hermana, que vivía en Kuwait, le había invitado a que fuera a visitarla. Era su primera visita al país. Verla intentar localizar a su hermana por teléfono me sosegó el ánimo. Como su móvil no tenía cobertura, le presté el mío. Llamó a su hermana, el avión tocó tierra, todos nos pusimos en pie para enristrar la salida, cruzamos a tierra firme y, de repente, me paró y me pidió que le indicara en qué cola debía ponerse para que le sellaran el pasaporte.
Le señalé el camino que debía seguir hasta llegar a las cintas de recogida de equipaje y me marché con una sonrisa y en paz. De súbito, me percaté de que no se me había llegado a pasar por la cabeza en ningún momento que ella pudiera estar tan aterrorizada de mí como yo lo estaba de ella. Me dirigí al control de pasaportes rumiando para mis adentros: “Un placer pecaminoso, el de juzgar por las apariencias.”
Escrito por Eman Abderrahman Alonaizi.