Este es el sitio al que vengo a enterrar mis pesares y dejar volar mi imaginación. Me viene bien andar, me ayuda a despejarme, y el ejercicio nunca está de más. Va a llover, se nota en la consistencia que presenta la arena del suelo. A mi derecha, hay un grupo de columnas blancas, numeradas y de diferentes alturas que se hallan dispuestas en círculo en torno a una estatua, que también posee un número y que descansa sobre una base cuadrada. La estatua es de dos figuras con himationes fundiéndose en un abrazo que da pena de lo lánguido que resulta. Sobre la plataforma en la que se encuentran situados los pedruscos en cuestión crecen plantas perennes de apenas un par de centímetros de longitud y un verde obscuro.
Prosigo la marcha. De pronto, me siento observado. No veo salvo ojos por todas partes. Me doy la vuelta para asegurarme de que las estatuas se contentan con arrojarme miradas acechantes y continúo andando. Paso de largo lo que, a primera vista, me sugiere un híbrido de pozo y jarrón de flores, pero enseguida identifico correctamente como un pilar que ha acabado siendo ahuecado por el paso del tiempo y sus inclemencias. Cerca, se halla una esfinge decapitada. En definitiva, este parque arqueológico no tiene desperdicio.
Al cabo de un rato, mis pasos me llevan a toparme con la tumba de Ash-Shatby. Es la más bella de todo el complejo. Destaca un sillar marmóreo y octogonal del color de los cirros que en este mismo instante se deslizan por el trozo de cielo azul que se extiende sobre el mar que linda con la tierra a tan sólo una calle de distancia de donde me encuentro. Al lado del sillar se yergue una columna, también de mármol. Las mismas plantas de antes con pinta demoniaca tapizan el terreno.
Se ha levantado algo de viento y se aproxima la hora de emprender el camino de vuelta a casa. Pero antes, me gustaría poder definir qué es lo que me ha empujado en esta ocasión a visitar este lugar. Es posible que todo se reduzca a que me hallo en busca de inspiración, de esa que me ha estado rehuyendo los dos últimos meses. Al fin y al cabo, este paraíso terrenal jamás me ha fallado como fuente de estro poético, y eso que no siempre he acudido a él predispuesto a absorber lo que tenía para ofrecerme.
Comienza a hacerse de noche. La gente se retira a sus casas. En el parque ya sólo quedan los culturetas más empedernidos. De repente, veo la cara de mi amada reflejada en un charco de agua. Me giro y me percato de que, en el fondo, se trata únicamente de otra estatua. ¡Cuánto la he echado de menos! Me abandonó hace dos años para casarse con el tipo que tenía conquistados a sus padres por poseer un apartamento de cien metros cuadrados y dedicarse a algo que ellos podían considerar productivo. No podía tenérselo en cuenta. Al fin y al cabo, vivir de la poesía equivale a vivir del cuento.
Por fin, sentía que había dado con la inspiración por la que me había pasado tanto tiempo suspirando. No obstante, en esos momentos sentía que habría estado encantado de sacrificarlo todo por volver a encontrarme con ella.
Escrito por Mohammed Ahmed Fouad.