La mañana se está portando como es debido.
Ella transita bamboleándose en su translúcida túnica a la vera de Antonio hacia la cavidad rocosa a orillas del mar. El viento, de modales disolutos, lleva al enamorado, de carácter de por sí proceloso, a encabritarse. Entre las opimas vistas que tan alegremente se prodigan y el insolente que osa acosar a su chica, Antonio se halla ofuscado. En el umbral oriental de acceso al baño dinástico, él jura esperar por ella por los siglos de los siglos si hiciera falta y promete no volver a endilgarle esas miradas lascivas con las que traficaba hasta hace un momento. Se lo repite una y otra vez, con las mejillas encendidas merced a saberse mintiendo como un bellaco.
Sus seductores labios trazan una sonrisa que patentiza su incredulidad. Asimismo, relaja los párpados sobre sus soñolientos e incitantes ojos, revelando el valor que le merece que lo que él dice case con la verdad.
La rocosa oquedad se la zampa. Tiene a Antonio, “el centinela”, claveteado in situ, controlando al universo para que este no le haga la pirula y se pitorree de él en su cara, pues ambos pecan de lo mismo, de gustar de repasar lindezas de arriba a abajo.
Antonio no se ha llegado a percatar de que el sol se halla ojo avizor, ¡para no perder ocasión de catar carnaza a la hora a la que ella se da su baño matutino! Una oronda nube a punto de caramelo aterriza sin previo aviso, cegando los conductos por los que reptan los devoradores apetitos que coruscan en el horizonte. ¡Con su ira soterrada encapota el mundo!
A la hermosa y encantadora joven le atortola la oscuridad acechante, como si se tratara de una serpiente jaspeada que se hubiera infiltrado por la cavidad de la roca. La oscuridad comienza a cascársela. Desea a la joven incadescente. Por consiguiente, le hinca su aterradora mirada al tierno muslamen que se halla al descubierto. Cleopatra propugna regresar implorando. De resultas, las aguas del mar se encrespan, el sol enfurece, y ambos suplican al viento, cuyo rabo, en circunvalando el universo, se pliega sobre sí mismo, que embride su procacidad. En respuesta a las enfervorecidas preces, el viento hace un esfuerzo ímprobo por gobernar sus impulsos y pega sus últimos coletazos. A su vez, pertrechado de sus infernales rayos, el sol prende fuego al henchido vientre de la nube, obligándola a perder su carga, que, acto seguido, desmiembra y disemina por doquier. Al final, el viento se deshace de la nube y el mar absorbe el detritus.
Sin mucho éxito, el sol trata de permanecer incólume tras colarse a través de las grietas de la roca, en un amago de deshilachar el rotundo disco y trocarlo por filamentos de hambre canina. Y así, una luz obnubilada por su voracidad inunda el baño dinástico.
En la boca norte de la cueva, ¡una mostruosa serpiente sale a su encuentro de debajo del agua marina a sus pies! ¡El viento rehúsa retirarse! ¡Parece haberse encaprichado con ella y la sigue a todas partes!
Lentamente, el mar sutura sus heridas en torno a las marmoreas piernas, al tiempo que esposa a la hermosura por antonomasia, que se resigna a su suerte. A él le encandila el modo en que su silencio vertebra las baladas bereberes y sus poros se abren de excitación. El mar irrumpe en el recinto vedado franqueando las puertas cerradas a cal y canto, que ceden sin oponer resistencia. Ella encaja el fardo de luz que arriba embelesado por la parálisis que agarrota sus extremidades. Se abate sobre los hoyuelos de sus mejillas, endosándoles beso tras beso con ansia desmedida, en tanto que ambos van ensanchándose paulatinamente. La luz inyecta al agua su calidez, el viento sortea la inane llamarada y Cleopatra queda libre de los grilletes de su translúcida túnica, revelándose análoga a un fruto plenamente maduro, una apetitosa fémina que extiende sus encantos. ¡El mar la atrapa en su coqueto pasillo como un joven sátiro! Fragilidad seductora y alaridos injuriosos vetean su jarana: ¡Cleopatra, el mar, el cielo, el viento!
Las olas, fieles a su veleidosa naturaleza, permanecen impasibles ante todo aquel tiovivo de trincar y condescender. En el agujero norte, rugen enfervorecidas, apasionadas, embisten la roca una y otra vez y se desintegran rociándola de gotitas. Antonio se percata de golpe de lo atocinado que está, blande espada y lanza, la extrae de la cueva con la zozobra propia de los enamorados, del mismo modo en que la rescata mañana sí y la otra también; ella, desnuda, como una recién nacida.
Khairy Abdelaziz Abdelbary Ahmad
– En 1999 se licenció en Ingeniería Informática por la Universidad de Tanta en Egipto.
– Posee una antología de cuentos cortos intitulada El reino del azafrán, publicada y distribuida en 2014 por la editorial Dar al-Quds y la editorial egipcia Dar Nahda.
– Posee una antología de cuentos cortos intitulada El último corsario, publicada y distribuida en 2014 por la editorial egipcia Dar Ghorab.
– Ha resultado ganador de 6 concursos literarios.