Mustafa era un joven que frisaba en los treinta años y que durante la universidad se echó una novia llamada Hayam. Al poco de licenciarse, decidió formalizar su relación, por lo que fue a pedirle la mano de su amada al padre de ella, un alto dignatario que no acababa de ver con buenos ojos el idilio entre su hija y Mustafa porque él aún no había encontrado trabajo. No obstante, ante la porfía de Hayam, al padre no le quedó otra que acceder a que se prometieran.
Los meses se sucedieron, pero la situación permaneció invariable. No parecía importar lo mucho que Mustafa se esforzara en encontrar un empleo, la suerte no parecía estar de su parte.
Aquella noche caían chuzos de punta. De pronto, le sonó el teléfono. Era su prometida. Lo llamaba para informarle de que su padre jamás cejaría en su empeño de interponerse entre ambos y que a ella no le quedaba más remedio que acatar sus órdenes y plegarse a su voluntad porque había tratado de estrangularla.
Mustafa colgó sin saber si debía sentirse más o menos ofuscado que estafado. Su chica era la única que lo apoyaba y lo animaba cuando se sentía de capa caída. Estaba a punto de perderla y, si eso ocurría, su vida dejaría de tener sentido. Decidió entonces optar por la vía rápida para salir de tan abrumadora tesitura: se propuso zanjar todos sus problemas acabando con su vida.
No es que hubiera elegido ponerse en camino a horas intempestivas. Era la lluvia torrencial la que se encargaba de mantener las calles desiertas. Anduvo hasta la mitad del puente que cruzaba las aguas del mágico Nilo del mágico Egipto, se encaramó al borde, vaciló un instante, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie se hallaba curioseando y, finalmente, sin más dilación, se tiró al río.
-¡La madre que lo parió! (hawqala)
-¡Que alguien llame una ambulancia!
Gritos de alarma reverberaban en sus oídos. Sin embargo, él permanecía impávido. Apenas se hallaba consciente cuando comenzó a conversar consigo mismo: “Ay, Dios mío, por no lograr no he logrado ni suicidarme. No tengo remedio, soy un cero a la izquierda, es como si llevara el fracaso estampado en la frente.”
Para la sorpresa de los presentes, de pronto, abrió los ojos. Acto seguido, se puso en pie de un salto y echó a correr. La gente se quedó obnubilada.
Así, comenzó nuevamente a deambular por las calles sin rumbo fijo. La frustración que sentía no conocía límites.
De súbito, se le iluminó el semblante. Se le había ocurrido una idea que no tenía precio. Un cable del tendido eléctrico se había soltado con la tormenta de una torre de alta tensión y se hallaba soltando chispas y pegando bandazos sobre el asfalto mojado.
Se acercó a él con parsimonia ceremoniosa. Llevaba el espanto retratado en la cara. Sin embargo, debía atenerse a la decisión que había tomado. Ya nada podría hacerle cambiar de opinión. Extendió la mano hacia el cable. No obstante, justo cuando pensaba que su suerte estaba echada, comenzó a sonarle el móvil. No le alarmó que el móvil sonara per se (raro habría sido que supiera preparar la cena), sino que su móvil no se hubiera fundido después de haberse tirado con él a las aguas del Nilo. Por lo visto, la carcasa de piel lo había protegido contra el agua. Al principio, dudó sobre si atender o no la llamada. Sin embargo, enseguida le pudieron las ganas de contestar, por lo que silenció los timbrazos pulsando el botón verde. Era Hayam.
-Cariño, sólo quería decirte que les he amenazado con ponerme en huelga de hambre si me obligan a romper contigo, pues estamos hechos el uno para el otro. Te dejo. Hablamos luego con más calma.
Apenas se atrevió a abrir la boca durante la llamada. Nada más colgar, suspiró aliviado. Ella le había demostrado que el suyo era un amor verdadero, de los que pueden con lo que se les ponga por delante, pese a tener que luchar por sobrevivir contra viento y marea. Aquella llamada le había despejado todas las dudas. De pronto, se percató de que no podía concebir vivir sin ella. Al volver entonces la vista hacia el cable, pegó un respingo hacia atrás. Ya no quería morir, ¡bajo ningún concepto! Deseaba pasar lo que le quedaba de vida a su lado.
Aceleró el paso. No cabía en sí de contento. Pensaba en su amada. El futuro pintaba de color de rosa.
Se puso a trotar henchido de felicidad bajo la lluvia, que continuaba cayendo a cántaros, sin ánimo de amainar. De pronto, al doblar una esquina, se topó de improviso con un coche que apareció como salido de la nada. El impacto lo derribó sobre el asfalto. La lluvia continuó cayendo impasible sobre su cuerpo inerte.
Escrito por Ahmed Mahmoud Zaky.