Tomo el café solo, sobre todo si es de buena calidad, como el que sirven en el café Argana, que es una cafetería chulísima a la que, desde que mi esposo y yo nos prometimos, acudimos cada vez que visitamos Marrakech. Nos gusta sentarnos en la terraza para poder asomarnos a la bulliciosa plaza de Yamaa el Fna, que nos trae recuerdos de nuestra historia compartida. A mi esposo, Arif, el sitio le chifla. De hecho, hizo en su momento un documental sobre los cafés de la plaza en el que el café Argana jugaba, como no podía ser de otro modo, el papel protagonista. Asimismo, varios de los relatos que ha escrito acerca de cómo nos enamoramos el uno del otro están ambientados en este café.
Aquel día, habíamos ido al café Argana, nos habíamos sentado en nuestro sitio habitual, habíamos pedido unos refrescos y, mientras los niños brincaban a nuestro alrededor, nos habíamos puesto a charlar de lo divino y de lo humano, y a disfrutar las vistas sobre la colorida plaza. Los aromas que flotaban en el aire conferían a la atmósfera un cariz hechizante. A sabiendas de que a mi marido le gusta fumarse un cigarrillo cuando se sienta a tomar algo en una cafetería y de que no le gusta fumar delante de los niños, decidí llevármelos a dar una vuelta para darle su espacio. Así, además, aprovechaba para echar un vistazo a las tiendas.
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Saqué la novela de El alquimista de la cartera y empecé a leerla. Después, me encendí un cigarrillo. Todo parecía estar en su sitio. Estaba encantado de que mi esposa se hubiera ido con los niños de tiendas y me hubiera dejado a mí a mi aire. Así, todos contentos. Mi mujer, mercándose trapitos; los niños, correteando libremente; y yo, siguiendo las aventuras de Santiago, que ha emprendido un viaje en aras de descubrir el sentido de la vida y entretanto crecer espiritualmente, mientras me fumo tranquilamente un cigarrillo.
Una hora más tarde, me empecé a aburrir como una ostra. Me pedí otro café y me encendí otro cigarrillo. De pronto, me comencé a agobiar. Traté de determinar la causa de mi malestar, pero no se me ocurrió ninguna razón de peso que lo justificara.
En un momento dado, pasó por mi lado un melenudo de complexión atlética. Llevaba una mochila y una guitarra. Se sentó cerca y, paulatinamente, fue descargando sus bultos y colocándolos de forma ordenada a su alrededor. Barrió la terraza con la mirada y luego se encendió un cigarrillo. Fumaba rubio. Llamó al camarero y pidió un café solo.
Al rato, me levanté, bajé a la entrada, pagué la cuenta y salí de la cafetería. Pensé que me vendría bien estirar las piernas, así que me metí por la Calle del Príncipe para distraerme con la animación de la calle. Había quedado con mi mujer en que echaríamos mano del móvil cuando quisiéramos reencontrarnos.
A lo tonto, transcurrió otra hora desde que mi familia y yo nos habíamos separado. Entretanto, yo me había agenciado el nuevo número de la revista La Sabiduría, la novela de Abd al-Rahman Munif intitulada Historia de una ciudad y unos cuantos periódicos. Me apetecía hojear mis recién adquiridas lecturas mientras esperaba a que mi familia restableciera el contacto conmigo, por lo que decidí regresar al café.
A unos setecientos metros de distancia del café, escuché de pronto una explosión. Levanté la vista del suelo y vi que el café Argana se hallaba en llamas. La gente a mi alrededor comenzó a correr hacia el café. Se oían gritos por todas partes. Al rato, pude comprobar que el café había quedado reducido a cenizas.
¿Qué había sido de mi mujer y mis hijos?
La autora:
Mariam Ouartsi, es una ciudadana marroquí licenciada en Literatura Árabe por la Universidad Chouaib Doukkali de El Jadida y le encanta trabajar con asociaciones culturales, escribir relatos y artículos de crítica literaria.