Corre el año 2066. Sé que es invierno, pero no sabría especificar más allá. Si estoy escribiendo esto sobre el revés de uno de los pergaminos de la antigüedad que atesora el monasterio que me hallo encargado de custodiar es porque no he encontrado otro soporte sobre el que dejar constancia de lo que ocurre a mi alrededor. Es de suma importancia que se sepa lo que sucedió aquí y el tiempo se me agota. Con esta, ya van seis, las veces que a lo largo de este año he estado a punto de mancillar uno de estos pergaminos para anotar sobre él mis últimas palabras, pensando que mi vida se hallaba llegando a su fin.
Las alfanas que montan los jinetes del Apocalipsis piafan y corvetean desbocadas en el exterior, y su relinchar reverbera por las paredes que se yerguen intramuros y tiemblan. El cielo lleva encapotado meses; como si el sol no se aventurara o dignara a presenciar lo que se avecina; como si quisiera protegerse de que la mierda lo salpique.
Ya han pasado tres meses desde que me cortaron la lengua, a mí y al resto de los guardianes de este monasterio; tres meses que he consagrado a rezar. Rezo con regularidad y vehemencia, más de las justas y necesarias, no por miedo a morir o a sobrevivir, sino por oír mi voz, que, desde que perdí la capacidad de articularla, se ha quedado atrapada en mi fuero interno. No rezo en la sala de oraciones del monasterio, sino aquí, junto a la zarza ardiente donde Dios se materializó para aleccionar a Moisés. Aquí tengo la certeza de que el Altísimo puede oírme, aunque últimamente opte por hacerse el loco.
Abanderados del Islam, el Catolicismo y el Judaísmo del mundo entero han venido a participar en esta batalla campal que libran por que el universo reconozca, de una vez por todas, al Dios verdadero. Los que han orquestado el enfrentamiento, no obstante, no entienden más que de divinidades materiales, de las contantes y sonantes, vaya. ¿Cuántas cabezas, me pregunto, habrán de rodar para que quien sea que se halle en las alturas se dé por aludido y, con un poco de suerte, quede satisfecho? Ya se hallan a las puertas del monasterio. En unas horas, habrán conseguido echarlas abajo e incendiarán cuanto se encuentren a su paso. Lo que, sin embargo, él ha aprendido con el tiempo pero ellos no parecen captar es que el Juez Supremo no recibe en audiencia a salvajes.
Pese al rápido avance de las tropas y la progresiva intensificación del fragor de la batalla, durante los últimos días, el estruendo bélico se me ha ido haciendo cada vez más distante, hasta casi disiparse. Ya sólo oigo la voz del vendedor ambulante aquel que solía anunciar su mercancía en el tranvía que cogía todas las mañanas para ir a trabajar hace ya lo que parece una eternidad. “Tengo de cuanto crece en la viña del Señor. Pues, digo yo que para gustos, los colores”, recuerdo oírle pregonar. Lo que daría por, antes de dejar este mundo, poder volver a aquel entonces y dejarme envolver por el olor a menta que despedía su carreta.
La autora, Nayera Hamed:
No soy el nombre que me ha tocado en gracia, la edad que tengo, mi nacionalidad, mi sexo o aquello a lo que me dedico profesionalmente. Yo soy otra historia. A quien le interese averiguar sobre mí, que me lea. Yo me hallo entre las líneas.