La isla de Dios

La Isla Sehel o Seheil, localidad nubia cerca de Aswán en Egipto

El primer y el último día son los que se me hacen más cuesta arriba con diferencia. Las angustias previas al encuentro y el duelo de la partida; las expectativas que tan susceptibles son a quedar pisoteadas y la espera a que la nostalgia trate de apuñalarte por la espalda.

He pasado una noche nefasta. Me bajó la presión sanguínea en la medida en que me subió la presión que me ejercían contra el cráneo sentimientos y pensamientos. Me he despertado bien pasada la hora a la que me había habituado a amanecer durante los últimos diez días. Me acicalo frente al espejo más que ningún otro día. Combato mi palidez y mis sentimientos con la misma fórmula cromática.

Me paso el día sin poder concentrarme y con la mente dispersa. Recapitulo lo vivido: el viaje de vuelta con mis muchas y pesadas maletas, cuyo peso y volumen se habían visto duplicados con creces con la cantidad de regalos y artículos varios que habíamos adquirido en el zoco de Aswan; y mis nuevos y queridos colegas del taller, que se volvían, como yo, cada uno a sus respectivos hogares en distintas demarcaciones, a sus trabajos y a reunirse con sus familias tras haber llegado este hermoso sueño a su fin. Ta se llama la niña que me ha cautivado hasta las trancas, hasta hacerme sentir, por primera vez, la fuerza y el poder de la simplicidad y la inocencia, que son virtudes con la capacidad de emocionarnos, bajarnos los humos y rebajarnos la acritud de las convicciones hasta que reconocemos, bajo el peso de su ley, el engaño en el que estriba todo lo demás.

Pienso en ella: la isla de Sehel, aquel reducto en el que aún se dejan rastrear las pisadas de Dios. Cincelados sobre su superficie abundan los vestigios de la estela de los Tibios, pertenecientes a la etnia nubia, cuyos descendientes hablan una lengua que no entiendo. No obstante, derrochan una elegancia, una generosidad y una integridad que dan para hacer del mundo un lugar más ameno.

Tras el desayuno, extiendo la mirada desde el porche de la Casa de Sehel hasta el Nilo y la otra orilla. Mi amiga se sienta a mi vera y entre nosotras se desarrolla una conversación de la que ya no recuerdo de qué iba, pero sí que acabó de la siguiente forma: “Para cuando vuelvas, este lugar habrá dejado de ser el de siempre, habrán asfaltado el camino, habrán acabado de construir el puerto y la isla tendrá un aspecto completamente distinto.” Se me hizo un nudo en el estómago y en el alma.

¿Es egoísta desear que este lugar se conserve con su prístino semblante virginal? ¿Acaso yo soportaría vivir en un lugar sin pavimentar y sin coches? Porque, ya de entrada, no hay forma de que los coches lleguen a la isla, pues la única manera de acceder a ella es a bordo de unos botes sencillos que navegan a remo o, en mayor medida, con unas lanchas que funcionan a motor.

¿Haría de la isla un lugar más feliz que la civilización absorbiera aquel rincón que flotaba sobre las claras aguas del Nilo? Recuerdo nuestro paseo diario, durante el que cubríamos unos treinta metros de distancia, desde el sitio donde nos alojábamos hasta el pequeño cortijo de Ahmad (que también es el dueño de la Casa de Sehel) que emprendíamos en aras de hacer uso de la sala de reuniones, donde se podían proyectar películas. ¡Lo escarpado y duro que se hacía aquel sendero pedregoso para los músculos y la respiración a finales de enero!, ¡cuando arrecia el invierno! Los isleños emplean una moto con remolque que denominan “triciclo” para volver del malecón a sus casas. Pronto habrá una carretera asfaltada que abarque ese trecho.

¿Se volverán los isleños gente más feliz después de que se alquitranen los caminos, el embarcadero adquiera estructura y categoría oficiales y se introduzcan transbordadores? Si yo no puedo ni imaginarme vivir al margen de la civilización, ¿tengo derecho a censurársela al resto de mis congéneres únicamente por garantizarme un lugar de recreo tranquilo y propiciarme un decorado para poder sacar fotos bonitas a la naturaleza? Me siento escindida entre mi presunta arrogancia y mi miedo a que se marchite la gloriosa belleza que aún mora en ese lugar gracias a aranceles políticos.

Finalmente, resuelvo tomar una decisión propia del que ama incondicionalmente y pone los intereses de su amado por delante de los suyos propios. Si la isla pasa a convertirse en una “ciudad”, yo no volveré a visitarla. La hermosa comarca que, cercada por montañas, flota sobre las aguas del Nilo permanecerá por siempre anclada a la imagen que me devuelvan mis fotos, a las que retornaré con asiduidad, cuando apriete la nostalgia y sienta cómo su esencia me atora las vías respiratorias. Quizá los guijarros que en su día recogí del suelo por aquellos lares se desmenucen hasta formar las chinas en las que se imprimen los recuerdos que recaudo en mi “tarro de la felicidad” particular, que, a su vez, encierra la lección sobre amor celestial que allí recibí, cuya llama mantengo viva en mi corazón. En caso de que sus habitantes opten por el aburguesamiento, son libres de solazarse con el progreso, de permitir que las huellas dactilares de Dios acaben desfiguradas, lo cual, a su vez, dejara su propia impronta, que ya se encargarán de seguir otros a posteriori.

Aparto la vista de este paisaje que puede que haya contemplado por última vez y me dirijo a la habitación para hacer las maletas.

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Escrito por Caroline Nabil.

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¡Dios, esta isla es

a) virgen, luego preciosa!

b) un baluarte contra la tergiversación de lo que el pasado estipula que es el verdadero significado de “belleza”!