El balcón de ella dista unos metros del de él. En invierno, el sol lo atraviesa y lo expande con calidez y ternura. Al otro lado, el frío se encarama al balcón de él, provocándole escalofríos que lo paralizan. Sus dientes castañetean, el deficiente abrigo que le procura la ropa que lleva puesta no basta para disuadir a su trasero de que huya despavorido y su tan ansiado propósito de conseguir que el encuentro entre ambos cristalice se ve truncado. No obstante, el sol surca el cielo una vez tras otra y las cosas se contagian de su dinámica cambiando de pies a cabeza. Él acaba al amparo del sol que abraza su balcón; ella, desafiada por el frío que azota el suyo, que la muerde sañoso, se escabulle en el interior de su dormitorio. No se separa de la estufa en la esperanza de que esta le devuelva equilibrio y consistencia a su materia, pero no se siente arropada en su abrazo. En vez, le gustaría salir a su encuentro, ella al de él, él al de ella. Justo entonces, no obstante, él se mete de nuevo en su apartamento, en la casa vieja y desvencijada. Las agrietadas paredes lo alarman, las arañas se han instalado por doquier. Intempestivo, abandona la habitación, intenta escapar de ella. Y así, ensaya para cuando finalmente reúna las agallas.
En verano, él enclava la mirada en el balcón de ella tras la oración matinal, ansiando verla. Pero no se halla a la vista, pese a poder sentir su respiración, ni rastro de ella. Comienza a disfrutar del aire fresco antes de que salga el sol y vuelque su ira sobre su cabeza, antes de que los vendedores lo machaquen con su tabarra. Él sabe a ciencia cierta que ella aún está dormida. Quizás logre, imaginándo su dormitorio, imaginarla a ella en su interior, sumida en su letargo. En unas horas, las terrazas se tornarán en un averno de proporciones bíblicas. Naturalmente, ella tenderá hacia el aire acondicionado, con el que ha hecho muy buenas migas. Él puede hacer uso de su viejo ventilador, cuyo gañido reverbera por cada rincón de la casa. Es incapaz de, por un lado, suministrarle aire y, por otro, evitar que arremetan contra él las hordas de las moscas. Se ha acostumbrado a pujar con él en lizas de toda índole, en todo terreno aún pendiente de acondicionar, hornos que no cejan en su empeño de cocer al personal y caldear ánimos hasta el advenimiento de la primavera.
Los árboles contiguos a sus respectivos balcones vuelven a la vida. Una sensación de calma lo invade. El día le abre los ojos de par en par, un halo de luz beatífica la espolea a ella a asomarse a su balcón. Por primera vez, tiene ocasión de advertir el color tostado de su piel, el azabache de su cabello y el índigo de sus ojos, que irradian confianza y serenidad. A la postre, se percata de todo lo que se ha estado perdiendo hasta ese momento, de todo lo que ha permanecido oculto. Ella, por su parte, repara en los antiguos y sólidos lazos que vinculan a ambos. Suaves y dulces brisas soplan en su dirección. La distancia entre sus terrazas empieza a menguar, parece haberse contraído a sus ojos. Se saludan recíprocamente con mano firme, las terrazas se fusionan, sus labios se deslíen y recomponen en susurros lumínicos, que se hacen eco de una gran revelación: radiantes sonrisas los bendicen. Las tiernas brisas primaverales los respaldan, brincan a su alrededor.
Escrito por Ali Ali Ali Aud.