Mi pequeña ciudad se sitúa en el delta del Nilo y los arroyos que la atraviesan le confieren un aire de tranquilidad. La mayoría de sus habitantes se dedican o bien a la agricultura o a la ganadería. Es capital de provincia, pero, salvo por un par de colegios, apenas alberga edificios públicos. En cuanto te alejas un poco de las cuatro calles del centro, te hallas en mitad del campo y, salvo por los jumentos de naturaleza más o menos animal, nada osa perturbar la calma que se respira en su interior. La vida aquí pasa muy lentamente y, hasta al conversar entre ellos, los residentes rezuman parsimonia. La relajada actitud con la que hacen frente a lo que sea que les aqueje resulta ciertamente envidiable. Nada les urge, todo se puede dejar siempre para el día siguiente y no dejan que nada les afecte más de la cuenta.
Las familias se juntan a la hora de cenar y nunca sobra nada de lo que se pone sobre la mesa. La gente se acuesta temprano y respeta con su silencio el sueño ajeno. Asimismo, los habitantes de mi ciudad jamás permiten que las rencillas o diferencias de opinión que pueda haber entre vecinos lleguen a escalar hasta el punto de amenazar con agriar una relación, pues, si algo tienen claro, es que todo el mundo se puede llegar a encontrar en una situación en la que se vea necesitado de la ayuda del otro y nadie merece que se le deje en la estacada.
En invierno, debido a lo que llueve, las calles se llenan de barro, lo cual se presta a que se organicen concursos de patinaje. Hay quienes se lo toman tan en serio que se preparan y ensayan sus coreografías como si fueran a competir para entrar a formar parte de la compañía de ballet del Bolshoi.
En una de las frías noches de invierno en las que los niños se dedican a tirar piedras a las farolas y se oye jurar en hebreo a los que se resbalan y caen de bruces al ir a cruzar la acera, el veterinario acudió a la casa de un granjero cuya vaca había enfermado. Era la una de la madrugada. El granjero se hallaba muy preocupado por su vaca, que llevaba dos días tirada en el establo sin levantar cabeza, porque no se podía permitir perderla, ya que constituía su mayor fuente de ingresos. El veterinario le tomó la temperatura a la vaca, examinó el termómetro y, seguidamente, como si quisiera evitar que el animal oyera lo que le tenía que decir a su dueño, se llevó al granjero aparte y le comentó:
—Yo te recomiendo que, si para mañana no parece hallarse recuperándose, la sacrifiques y vendas su carne, antes de que se ponga mala y te quedes sin poder sacarle provecho alguno.
El granjero, visiblemente consternado, le preguntó entonces al veterinario si no había nada que se pudiera hacer para salvarle la vida al bicho, a lo que este contestó sacudiendo la cabeza. Los humanos no contaban, no obstante, con que las ovejas sí que habían llegado a oír lo que el veterinario le había dicho al granjero y no querían que la vaca, que siempre se había portado con ellas como una amiga, acabara hecha picadillo, sobre todo si se tenía en consideración que no había razón para que la suerte que corriera se tornara tan fatídica, porque sabían de buena tinta que si su compañera no se hallaba en pie era porque no le daba la real gana. Por todo ello, en cuanto los hombres hubieron abandonado el recinto, se acercaron a la vaca y le hicieron partícipe de lo que se habían enterado poniendo la oreja. La vaca, que no quería que la lincharan, se incorporó de inmediato y se puso a beber y jamar cuanto encontró a su alrededor, para así recuperar sus fuerzas.
A la mañana siguiente, el granjero entró en el establo y, al encontrar a la vaca completamente restablecida, se puso tan contento que, de rodillas, juró a Dios que, en señal de agradecimiento por haberle devuelto la salud a su vaca, sacrificaría a las ovejas en su nombre y, con su carne, daría de comer a los más menesterosos.
El autor, Mohamed Naguib Tawfiq Hassan Matar:
Es un miembro de la Asociación de Escritores Egipcios, así como del Club Egipcio de Relatos y Cuentos Cortos.
No sólo ha publicado varios libros científicos, sino también varias obras de ciencia ficción y fantasía, tanto para adultos como para jóvenes.
Sus novelas se intitulan: Mala gente, La revolución divertida, Fuerzas ocultas, Un equilibrio inestable, La sirena y el panadero, Qarin, Osirak, Los aliens, La revolución de la tele.
Sus relatos se llaman: Un viaje de sólo ida, La «m» de mujeres, Coches listos
Ha ganado varios concursos literarios, entre los que cabe destacar el Premio Ihsan Abdul Quddous, el Premio Nihad Sharif, el Premio Imad Qatary, y el Premio Alhosini.