No escampa y ya va siendo hora. No es buena señal que la tormenta dure tanto. Me echo la manta sobre la cabeza y trato de conciliar el sueño en la esperanza de que, por la mañana, haya cesado de relampaguear.
Supuestamente, ya es de día para cuando amanezco, pero apenas se nota: fuera siguen cayendo chuzos de punta. Me pego a mi madre para sentirme a salvo.
Quiero poder salir a la calle para proseguir con mi vida. Me visto como si mi predisposición a tal efecto fuera a hacer alguna diferencia. Llego incluso a abrir la puerta antes de darme por vencido. El cielo se está desplomando. Adentrarme en las tinieblas que reinan en el exterior sería un acto suicida.
Para matar el tiempo, nos sentamos a la mesa a ponernos tibios. Al acabar, nos quedamos, no obstante, mirándonos las caras de brazos cruzados. Mi familia no es particularmente ducha en el arte de la conversación. Entre todos decidimos que, si para el día siguiente no ha dejado de llover, degollaremos un cabrito y se lo presentaremos al Todopoderoso en calidad de ofrenda para aplacar su ira. Seguidamente, nos retiramos a nuestros aposentos. Yo intento ponerme a leer un libro, pero apenas entra luz por la ventana y la electricidad se ha ido hace un rato.
Un par de horas más tarde, el río se desborda, las calles se inundan y el agua llega incluso a colarse en el interior de las casas. Por consiguiente, las mujeres se hacen con cubos y se ponen a trajinar achicando agua. Enseguida comienzan a quitarse prendas para aligerarse la tarea y, antes de que a nadie le dé tiempo de poner el grito en el cielo, se han quedado prácticamente en cueros. Los hombres estaban a los suyo, fumando y charlando. Si no fuera por nosotros, los niños, que corremos a avisarles de lo que está pasando, la obscenidad hubiera campado por sus respetos.
En este mundo, es necesario construir diques, porque, si no, el curso natural de los acontecimientos se lo lleva todo por delante, y no podemos permitir que la grosería lleve la voz cantante. A mí me gusta vigilar a las mujeres para que no se propasen, pues la libertad enseguida se torna en libertinaje.
Pasan las horas y sigue lloviendo a cántaros. El tejado de nuestra casa está que no se ha hundido de milagro. Mi padre hace un rato que ha tirado la toalla. Mañana es viernes, el día de la resurrección, lo que significa que estamos siendo testigos del diluvio universal y que hoy es nuestro último día en la tierra. No sirve de nada seguir tratando de encauzar el curso del río. Vamos a morir ahogados, Dios así lo ha decretado.
Justo cuando estoy ya a punto de ponerme a construir un arca, amaina. A continuación, la gente empieza a reparar sus casas y a tomar medidas para que las lluvias torrenciales no vuelvan a amenazar con anegar todo lo que han levantado y por lo que han luchado en vida. Si algo he aprendido es que no se puede uno poner en lo peor a la primera de cambio.