No podía dormir. No le dejaban el frío que hacía, el rugir del viento y la angustia por lo que se avecinaba. Se giró hacia su hermana. Ella sí parecía haber conseguido conciliar el sueño. Mejor, le venía bien descansar. Era importante que al menos una de ambas pudiera recuperarse un poco para encarar un nuevo día.
Con el tiempo, Vida había adquirido la habilidad de predecir el momento exacto en el que él se iba a asomar por la apertura de la tienda. Había aprendido a aguzar el olfato para detectar su nauseabundo olor con la suficiente antelación como para que le diera tiempo a prepararse y acorazarse mentalmente para su visita nocturna. No obstante, nunca lograba evitar que, instantes antes, su corazón comenzara a latirle a mil pulsaciones por segundo, las vías respiratorias se le comprimieran y la sangre se le helara en las venas.
Siempre anunciaba su presencia a bombo y platillo nada más meterse en la tienda. Alumbraba a las mujeres apuntándoles a la cara con su linterna y les tiraba un cubo de agua para que se les transparentara todo a través de los trapejos que, a modo de camisón, les proveían para dormir y se sintieran impelidas a incorporarse y aovillarse para cubrirse las vergüenzas. Luego elegía a una y se la llevaba a su tienda.
Aquella noche, no obstante, la niña que había de convertirse en su presa logró zafarse de él. Seguidamente, corrió a esconderse detrás de su madre y se aferró a su pierna. Esta le rogó entonces que no se llevara a su hija, aunque sólo fuera porque también era hija suya, lo cual, a todas luces, hacía imperdonable hasta para Dios lo que tenía en mente hacerle. Oírle a la que se presentaba como la madre de su hija condenar sus acciones públicamente le enfureció tanto que alzó el fusil que llevaba colgado al hombro y comenzó a arrearla con la culata, hasta que, con uno de los golpes que le asestó en la cabeza, le abrió el cráneo.
El impacto que le causó ver aquello y el revuelo que se desencadenó en la tienda le impidió fijarse en la identidad de la chica que eligió en vez antes de abandonar la tienda para que le hiciera compañía aquella noche. Y Vida creyendo que había desarrollado un sistema infalible para que nada le pillara desprevenida. No fue hasta que él se hubo ido y su olor, disipado, que se percató de que su hermana había desaparecido.
Regresó a la habitación en torno a una hora más tarde. Arrastraba los pies, temblaba y llevaba el camisón raído y manchado de sangre. Fue a decir algo, pero no le salían las palabras.
El día siguiente, se lo pasó entero sin poder levantarse de la cama. Parecía haber perdido las ganas de vivir.
Aquella noche, decidió esperarle despierta y, cuando apareció, con cuidado de no mostrarse excesivamente voluntariosa, no fuera a sospechar que tramaba algo, se presentó voluntaria para irse con él. Una vez en su tienda, él dejó el fusil apoyado en una esquina y comenzó a desnudarse. Aprovechando el segundo en el que él se hallaba ocupado desabrochándose el cinturón, ella se hizo con el fusil, apuntó y le disparó en la cara, por ella, por su hermana y por todas las mujeres a las que había violado, vejado, fustigado y humillado una vez tras otra.
Sabía que no tenía escapatoria, pues lo probable era que el disparo hubiera despertado a todos sus colegas y que, aunque tratara de huir, estos no tardaran en darle caza. Por ello, dio la vuelta al fusil, se metió el cañón en la boca y, a sabiendas de que al final del túnel le esperaba el Paraíso, apretó el gatillo.
Escrito por Heba Arafa Mohamed Ali.