De pronto, sentí una necesidad acuciante de sentarme sobre las salinas dunas del desierto. Los rayos del sol naciente se infiltraban entre los rocosos muros de la colosal ciudad que se extendía ante mí e incidían sobre la superficie reflectante de unas botellas que yacían desperdigadas por el terreno. Nada más percatarme de las dimensiones del piso superior, desistí de intentar recorrerme la ciudad entera a pata, tan sólo asistido por mis dos enclenques extremidades. Mi cabello rubio me caía sobre los hombros.
Por un lance de fortuna, cayeron en mi poder tras asistir a una subasta pública unos manuscritos atribuidos a un tal Dewy que databan de 1830. Tuve que contrastar la información que mis ojos proporcionaban a mi cerebro con lo que figuraba redactado en aquellos vetustos manuscritos, que no sólo daban fe de que la ciudad rosa existía, sino también de que llevaba en pie desde el siglo cuarto antes de Cristo. Descocada, vestía un morado que azoraba a las estrellas que se habían quedado rezagadas en el cielo. Con sus encantos al descubierto, exhibía una belleza que hacía sombra a la que presentan las mujeres de carne y hueso. Me llevó a sus aposentos y me hizo confesar todos mis secretos más recónditos. A cambio, le pedí a aquella personificación de la feminidad, que, no obstante, jamás se dejaría domeñar por hombre alguno, que me concediera un deseo: un beso en la mejilla. Habría jurado que, por un segundo, la había visto ruborizarse.
Deslumbrado con su belleza, el sol se postró ante ella y la colmó de áureas atenciones. Sentí entonces como mis costillas crujían al intentar reprimir la pasión que me incendiaba el corazón. La imagen de su semblante que me había armado en mi cabeza en virtud de las leyendas que circulaban en torno a su belleza no le hacía justicia. Pasé por delante de las habitaciones cúbicas y me adentré en el valle de los genios. A mi izquierda, vi un obelisco danzar al son que dictaba la calina, lo que me hizo aferrarme con mayor tenacidad al mapa que me había esbozado mi sentido de la orientación valiéndose de las descripciones que aparecían detalladas en los manuscritos.
De repente, me empecé a marear con el tufo que despedía el agua estancada que se había evaporado de las charcas y los embalses de la zona. La neblina fagocitó la ciudad en su totalidad, el Siq incluido. Cubrió el follaje que crecía plantado en macetas rosas y extendió su aroma por doquier. No pude evitar encañonar el cielo con la mirada. ¿Cuánta gente habría confiado a lo largo de los siglos en aquellas escarpadas paredes para que estas guardaran sus inefables secretos? A pesar de tener el cuello a punto de sufrir una fractura, me hallaba en el séptimo cielo. Difícilmente cabía adjudicar a un albur la sinfonía de colores y contrastes que componía el paisaje montañoso a mi alrededor. Yo mismo me habría mostrado reacio a creerme lo que los manuscritos me revelaban, de no haber podido corroborar su testimonio con mis propios ojos. El sol estaba esculpiendo las estructuras rocosas. Me quedé clavado in situ. Como si la divina providencia me hubiera investido con el excelso honor de ver la melena suelta de una hermosura, el sol ungió mis sentidos con la luz que inundaba la ciudad. Con mucho gusto, acepté la propuesta que me hizo de enseñarme las joyas que custodiaba en la planta superior. El entorno rezumaba magia a raudales. Sentí como si volviera a nacer de las aguas de los siete lagos que se formaron cuando Moisés golpeó la tierra con su bastón. El agua bendita con la que había sido embalsamado confería a su rostro un brillo empíreo. La tumba de Aarón no debía andar lejos, pero mi libido se evidenciaba tan ingobernable que cualquier distancia de más de un par de metros se aventuraba inabarcable. Las alabastrinas nubes destacaban contra el fondo añil del cielo.
Me poseyó, me ahormó a su parecer y fundió nuestros cuerpos en uno. A continuación, nuestra alma conjunta ascendió al cielo, donde el Señor ofició nuestro enlace. Bordeamos las casas que, sobre el papel, habían sido edificadas en piedra. Yo me puse a tararear las canciones de mi infancia. En un momento dado, me acordé de cuando mi padre se ponía a rezar a la orilla del río sacro. “Bendícenos, Dios. Bendícenos y asístenos cuando nos flaqueen las fuerzas para seguir tirando”, mascullaba con un tono de voz que, por alguna razón, evoqué cálido y acogedor. El recuerdo me entronizó en el regazo de los ángeles. No obstante, en un descuido, se me resbaló y se coló por una rendija en el suelo.
Tinto o blanco, vino o mosto, por ensalmo me encontré con que mi capacidad de discernimiento ya no me permitía hacer distinciones. Una hilera de caras desfilaron por mi mente. Traté de ponerles nombre, pero el ayer del que provenían había desdibujado sus facciones con la negra tinta de sus tinieblas. El curso del tiempo se hallaba interrumpido. Yo me había quedado anclado al pasado. Mi sino me conminaba a permanecer recluido en soledad en las arcas del mal conocido. Mi amada había sido secuestrada y debía esperarme confinada en los jardines del más allá. Justo después de ser bautizado con las aguas de la tumba de Aarón, oí el sonido metálico que su acero produjo al hendir el aire. Me ataron de pies y manos, y me volví el rehén del pasado. Este, blandiendo las manecillas del reloj a modo de tenazas, me rizó a un bucle que rezaba: “La ciudad rosa érase una vez.”
Escrito por Barakat Musa Ababneh.