La abuela Mariam les pegó una voz y la familia, compuesta por el padre, la madre y las dos nenas, Nur y Zainab, acudió a sentarse a la mesa. El olor que despedían las empanadas de espinacas que se encontraban sobre la mesa teníalos a todos salivando. Nur, que sabía que su abuela había cocinado las empanadas expresamente por ella, se sentía agasajada. No tardó, de resultas, en zamparse la porción que le había tocado y, al ir a repetir, para que nadie le quitara su trozo, se abalanzó sobre la fuente con ímpetu, lo que le llevó a tirar sin querer su plato al suelo, que, con el impacto, se rompió en mil pedazos. Acto seguido, el padre se puso hecho una furia, porque sabía lo mucho que significaba para su madre aquel plato de bordes afiligranados con un diseño de rosas doradas, pues esta lo había heredado de su propia madre y era el que le gustaba poner a quien quería homenajear cuando servía algo especial. Por consiguiente, levantó la mano para coger impulso y romperle la cara a la cretina que le había conducido a aquel estado de enajenación. Su hija, no obstante, reaccionó con rapidez y corrió a ponerse a salvo bajo las faldas de su abuela justo antes de que su mano la alcanzara. Hundió la cabeza en su regazo y lo empapó en lágrimas. A consecuencia, la abuela se enfadó, a su vez, con su hijo y maldijo el plato que había llevado a su nieta a prorrumpir en llanto.
Hace tiempo que mi abuela pasó a mejor vida, pues han transcurrido ni más ni menos que treinta años desde entonces. Sin embargo, aún recuerdo como si fuera ayer el aroma que me envolvió aquella vez, cuando, en un intento de escabullirme de mi padre, me eché a los brazos de mi querida abuela. Todavía a día de hoy, la esencia de agar me transporta a un estado de paz y sosiego sin parangón, que me hace sentir invencible.
De muy pequeña, como mi abuela jamás se ofrecía a la vista antes de haberse poco más o menos que duchado en colonia de agar, solía creer que aquel era el olor natural de las abuelas, hasta que un buen día me arrimé a la abuela de una compañera de clase y esta me sacó de engaño. Por mi décimo quinto cumpleaños, mi abuela me regaló el frasco de colonia que había usado toda su vida y me pidió que lo tratara con cariño, porque, según me confesó, le tenía casi tanto aprecio como a mí.
Los viernes, nos juntábamos todos en casa de la abuela, que extendía la invitación a los niños del vecindario de nuestra edad para que vinieran a hacernos compañía a mi hermana y a mí. Incluso el tío que teníamos que vivía con su familia en una ciudad que se hallaba a millas de distancia cogía el coche y se plantaba en su casa casi todas las semanas. La abuela nos dejaba salir a jugar al jardín a condición de que no nos alejáramos. Sólo se quedaba tranquila si sabía donde estábamos en todo momento. Después de comer, repartía la calderilla que le quedaba en el monedero entre los niños para que nos acercáramos a la tienda de la esquina a comprar chuches. Mis favoritas eran las que tiñen la lengua de color fosforito.
El olor a agar de mi abuela no era el único que flotaba en el ambiente. De hecho, es increíble la cantidad de aromas que llenaban el interior de la casa de mi abuela. El jardín olía a la menta que cultivaba en él; la cocina, que siempre parecía limpia y ordenada, olía a canela y cardamomo; y las habitaciones, a los palillos de incienso que encasquetaba en el ojo de la cerradura para ahuyentar a los espíritus malignos que sustenta la envidia. Para evitar que la ceniza residual y los rescoldos cayeran sobre la moqueta y esta pudiera prender fuego, solía colocar un cubo debajo de ellos. Lo cierto es que la señora estaba a todo, hasta a alimentar con sobras a los gatos del vecindario, con los que también habíamos de competir por un hueco en su corazón.
A esas horas, en mi caso, por regla general, matutinas, en las que uno se dedica a dejar volar su imaginación, a mí me gusta repantingarme en la mecedora que solía pertenecer a mi abuela, que constituye la única pieza de mobiliario que conservamos de su antigua casa y que, además, aún huele a agar, cerrar los ojos y fantasear con la posibilidad de que se haya inventado la máquina del tiempo que me pudiera devolver a aquel momento en que mi abuela me protegió del mundo. ¡Ojalá pudiera volver a la antigua casa de mi abuela para escapar durante un par de horas del frenesí cotidiano!
Abro los ojos, regreso a mi habitación y me rocío unas gotas de perfume de agar procedente del mismo frasco que mi abuela me regaló hace ya lo que se siente como una eternidad. La fragancia permite al mundo seguir siendo un lugar hermoso.
Escrito por Noor Jasem al-Bakhit.