¿Quién no ha soñado alguna vez con amanecer un día siendo un rey? Sé que sólo los niños se permiten soñar sin cargo de conciencia con convertirse en príncipes azules. A fin de cuentas, lo de lograr que una hermosa joven caiga rendida a los pies de uno y se preste a cabalgar con uno a lomos de un blanco corcel es algo que indudablemente ya sólo ocurre en las películas. No obstante, por mucho que me pese, he de confesar que yo también he caído en la tentación de dejarme llevar por mis ensoñaciones. Repetidas veces, para más inri. Cada vez que visitaba el palacio de Idfina, que fue uno de los palacios del rey Faruq, que gobernó Egipto y Sudán hasta principios de los años cincuenta del siglo pasado.
Cada vez que, de niño, mis padres me llevaban a visitar a mi familia materna, que vivía en Idfina, mi tío me invitaba a que le acompañara a su lugar de trabajo, que era nada más y nada menos que el palacio, que había sido rehabilitado para alojar la Facultad de Veterinaria. Me encantaba recorrer los pasillos e irrumpir en todas las estancias, en las que me imaginaba que había tesoros enterrados que soñaba con descubrir algún día. Lo primero en lo que incidió mi mirada la primera vez que visité el palacio fueron los portones de la entrada principal, por delante de los que pasa una alameda que corre en paralelo al Nilo, en cuya otra orilla se levantan las casas de la gente de a pie. Sólo de pensar que, por ese mismo camino, en su día, debió de haber deambulado un rey (¡un rey fetén!), se me aceleraba el corazón. Por la otra cara, a pesar de no haber perdido ni un ápice de prestancia (podía decirse que, considerando la de décadas que llevaba en pie, el tiempo parecía haberse apiadado de él), al castillo se le notaban los años.
A la derecha de la entrada principal, se extendía una hermosa escalinata de color blanco que daba al Nilo. Recibía el nombre de “terracitas”. Cuando mi tío me reveló en una ocasión que el rey solía sentarse en los escalones por las tardes, tiempo me faltó para, intentando emularlo, hacer otro tanto. Cerré los ojos y traté de imaginarme que era el rey. El aire, que enseguida se notaba que estaba extremadamente limpio, olía a rosas. Nada perturbaba la paz de en derredor. Tan sólo se oía el agua, el viento tañendo las hojas de los árboles y el gorjeo de los pájaros. No era de extrañar que la gente de la vecindad alardeara de vivir a cuerpo de rey. ¡Con un entorno como aquel!
Los Jardines de Palacio también eran una auténtica joya. Estaban poblados de árboles, algunos de los cuales habían sido incluso traídos de Europa. ¡Quién pudiera ser rey! Además, se hallaban muy bien cuidados. Eran como los que salen en las películas, aunque, obviamente, se notara que la gente hacía uso de ellos.
Por dentro, el palacio ha cambiado mucho a lo largo de los siglos. El mobiliario original ha sido reemplazado por uno de tipo más práctico y, en general, el interior ya no presenta la misma pinta que debió de presentar en el pasado. Nada más franquear el umbral de la entrada principal, uno se topa con lo que, en su día, debía de ser el comedor del rey. En el segundo piso, al que se accede por unas escaleras marmóreas, se encuentran las alcobas reales, en las que dormía el rey y su familia. En el piso inferior, se hallan las antiguas habitaciones del servicio y la cocina. A pesar de que en ningún momento me contuve ni un poco en lo que a fisgar por doquier se refiere, nunca logré descubrir ningún tesoro. No obstante, aún a día de hoy, conservo un grato recuerdo de las visitas que hacía al castillo, pues me permitían evadirme imaginando cómo sería vivir como un rey.
Escrito por Mahmoud Fawzy Taha.