En la cúspide de las milenarias colinas de Mokattam, detrás de las que se yerguen las colinas de Dawiqa, se atrincheraban nuestras casas, muchas de ellas guarecidas tras un peñasco gigantesco.
Vivíamos en una zona llamada Al Muadaseh, en cuyo seno se vierten la basura y los desperdicios de la gente. Más concretamente, en las granjas de Manshiet Nasser.
Como las campanas de las iglesias que nos convocaban para que acudiéramos a rezar la oración sagrada, el alba nos badajeaba y, durante horas, las cerdas del amanecer tañían su exhortación sobre nuestra piel, que ardía incandescente, pues el desértico muladar asignado a nuestro tan merecido descanso nos forzaba a continuar vagando en sueños. Nos quedábamos varados y encorvados, como el arisco chasquido de una luz que mengua acoquinada por las tinieblas. Desde lo alto de nuestras montañas, nos asomábamos a un mundo que dormía impasible. Nos abatíamos sobre él cuales forajidos nocturnos que garrapiñan residuos. Descendíamos por una senda escabrosa que habíamos ido pavimentando con el hábito de discurrir por ella. En fila, bajábamos montados en nuestros carros, enjaezados con cajas de madera. En su momento, compramos una burra que después quedó toda cubierta de úlceras por haber sufrido su pelaje el roce con las tablas de madera. Tiraba de nosotros con melódico piafar, como si sólo estuviera dispuesta a avanzar en tanto le convenciera el ritmo con el que sus zancadas percutían contra la tierra, un son que amordazaba nuestros resoplidos, que nos abocaba a prestar únicamente oídos, que despertaba en nuestro fuero interno la voz del mutismo, que hacía que nos venciera el cansancio. Tatuábamos sobre el corazón de la montaña arterias negras, de sangre coagulada, que roturaban el rostro del tiempo.
Éramos los mancebos que salen a rendir pleitesía a Locmán, aquel potentado del que narran las antiguas leyendas. La verdad es que nunca llegamos a tener el gusto de conocerlo en persona, pero nos lo imaginábamos como nuestro profesor Shafik.
La vez aquella que le conté su historia a Waleem, se burló de mí. No se creía que nadie pudiera llegar a poseer tanta riqueza. Se rió y me aporreó la cabeza. Pero el depravado de Wannous se conocía la moraleja, el peligro que representaba tanta fábula. Ladeó la cabeza y sonrió taimado, poniéndonos firmes con la mirada. Nuestro cuchicheo rehuyó su oído como las enormes ratas que pululaban a nuestro alrededor y se repantigaban embriagadas en medio de los colosales montones de mierda. Esclavos de las vicisitudes que habían cincelado nuestra esmirriada apariencia, sólo lográbamos echar el guante a una única oportunidad de dar rienda suelta a nuestra imaginación: cuando él se sumía en un profundo sueño, apoyado sobre su bastón, arrastrando su hedionda chilaba marrón, mientras a su alrededor ramoneaban en estado salvaje los marranos que, como él, engullían cuanto se encontraban a su paso, las faldas de su chilaba incluidas.
Me estrechaba contra sí, nuestro sudor respectivo se fundía en uno y, con voz ronca y somnolienta, decía: “Este bribón afortunado me va a dejar sus ojos de herencia, a pesar de no pertenecer a nuestra religión.” Me miraba esgrimiendo una sonrisa viscosa. Incapaz de disimular su iniquidad, descerrajaba una carcajada que reverberaba en los corazones. Todos los días, nos congregaba junto al Nilo salivando con boca pastosa para hacer recuento del salario que nos habíamos ganado trabajando de sol a sol. Si cada uno de los que, de entre nosotros, fantaseaba con destronarlo por su avaricia y roñosería hubiera decidido erigirse en “locmán”, habríamos tenido locmanes a patadas, como para abastecer a varias generaciones.
Los años transcurrían lentamente, con independencia de las festividades con las que los embutiéramos. No dejábamos pasar ocasión de divertirnos, tocara la verbena que tocare. Al caer la noche, nos apiñábamos para contar historias de terror. En torno al candil, el espíritu de las chicas y chicos jóvenes de nuestra pandilla se evidenciaba harto impresionable. En medio de las risas ahogadas en lágrimas, nuestros rostros se encendían con la llamarada del espíritu. La tubería que nos atravesaba el pecho crepitaba con los rescoldos.
Como era el único profesor entre ellos, en una ocasión, Friale me arponeó con una pregunta disparada a traición: “Nuestros chavales son de corazón puro, ¿llegará el día en que los emponzoñe la putrefacción en la que vivimos?”
Nabila se desternilló con su sonora y descarada carcajada, mientras nos ataviaba la sorpresa y lo que hasta ese momento había logrado permanecer oculto quedaba en bragas. Le birlamos la estólida expresión de la jeta, pues, de pronto, nos sacudió nada más y nada menos que ¡la venganza del Gul! De repente, el peñasco de las colinas de Mokattam en el distrito de Dawiqa voló por los aires, pulverizando viviendas y diezmando la población de sus residentes. La explosión retumbó hasta en el último rincón de este mundo. Yo me hallaba cursando mi último año de Periodismo. Era como si hubieran herido el orgullo de la roca y esta hubiera decidido vengarse. Me procuraron una cámara para que grabara la hecatombe en un acto probablemente rayano en lo sádico, considerando los riesgos a los que, acorde a lo que aquello implicaba, debía exponerme. El revelador flash me cegó el entusiasmo inicial. Inspiré hondamente antes de escoger los términos con los que referir en la crónica televisiva lo que había acontecido con el celo pertinente.
No se habían olvidado de mí. Y yo tampoco había sido capaz de olvidarme de ellos. Sus caras se asoman todas las alboradas desde detrás de los altos montes en los que se emplazan sus casas, flotando en las alturas.
Friale hace lo posible por mejorar la situación, Nabila ríe y Waleem y Wannous son unos delincuentes, como los tiempos que les ha tocado vivir.
Ya no sé cómo aúllan sus días y me empecino en engañarme a mí mismo con una versión edulcorada de su realidad. Deambulo perdido. Entretanto, nuestro Locmán, a diferencia del de las leyendas, no renuncia a sus privilegios. Levantisco, se ríe y se mea en mi cara.
Escrito por Mokhtar Amin.