Lágrimas resbalan por sus mejillas y caen al suelo, donde forman un charco sobre el que se abalanzan los pajaritos. En el desierto de Merzouga, no se desperdicia ni una gota de nada que fluya.
Ella:
—Los hombres no lloran.
Él:
—Como el cielo, y así nos va.
Ella:
—No pienso volver, que lo sepas.
Se han criado lado a lado, en el espacio comprendido entre la palmera y el olivo. No obstante, no fue hasta que cayó la noche de su trigésimo cumpleaños que se juntaron y él le hizo una promesa. “Cuando te pierdas en el desierto, sigue mi voz.” Al día siguiente, ella le confesó que le había ayudado a escapar de una pesadilla. Tal vez sea esa pesadilla lo único que los une de veras.
Coge una silla de madera del interior y se sienta en el jardín a fumarse un cigarrillo. Supo que había ocurrido algo en cuanto lo vio aparecer. Muhammad sólo acude a él para darle malas noticias y hacía ya tiempo que no se pasaba a hacerle una visita. Esta vez se trata de su amigo de la infancia. Por lo visto, falleció hace dos días. Le ha afectado enterarse; no se lo esperaba.
Se levanta para ir a dar una vuelta y despejarse. Para cuando quiere darse cuenta, se ha alejado tanto que ha dejado atrás la ciudad. Frente a él, se yergue una colina, en cuya cima se emplaza una cabaña de adobe. Parece abandonada. Se aproxima. En lo que a él respecta, se trata del sitio idóneo para refugiarse del calor y sentarse a descansar un rato. De pronto, no obstante, vislumbra al imán. Se halla rezando sobre una estera desplegada frente a sí. Lo reconoce de inmediato. Fue el imán de la mezquita mayor durante un tiempo, hasta que un día se le fue la olla, todo el mundo se puso en su contra y perdió su trabajo. Ya apenas se deja ver por la ciudad. Se rumoreaba que había ido a peor. Lo cierto es que, por lo pronto, se le ve muy abuelito. Se le acerca.
—¡Qué sorpresa encontrarte por estos parajes! No sabía si volvería a verte.
—He oído que tu chica te ha dejado, ¿quieres hablar? —le espeta el imán, directo al grano.
Con un gesto, le invita a entrar y tomar asiento.
—¿Problemas de confianza?
Asiente.
—Debes poder fiarte de la chica con la que estás.
—No me fío de las mujeres en general.
—Entonces, ¿cómo esperas amar?
—Temo olvidar.
—Olvidar, ¿qué?
—Quien soy.
—Se ha de saber primero quién se es para poder uno enamorarse después.
Repasa su imagen en el espejo que cuelga de la pared y dice:
—Tengo que ir a buscarla.
Se levanta y echa a andar, siendo engullido al poco por la espesa niebla que se ha abatido sobre la colina en el rato que se ha pasado charlando con el imán. Esta vez, tiene una dirección en mente. Llega a la estación de autobuses, compra un billete, se sube al autobús, se sienta y el bus arranca.
Arriba a Merzouga al alba. Atraviesa el desierto y se planta en su puerta a esperarla. Ella aparece al cabo de una hora. A él le sudan las manos. La mira a los ojos, esos ojos almendrados. Lleva su larga melena rubia al viento. Susurra:
—Habrás de ser tú quien me descubra quién soy.
Escrito por Anis Aziz Elkohen.