“En nuestro pueblo nada se halla fuera de sitio, todo se amolda al orden preestablecido. El río, los árboles, las antiguas casas rurales, … Todo está diseñado para encajar a la perfección. Los jilgueros gorjean melódicamente y saltan de rama en rama con la brisa matutina que remolca el aroma de la albahaca mientras el rocío corusca en las hojas de los árboles. Dudo mucho que un pintor pueda reproducir semejante belleza en un cuadro, por muy diestro que sea.
Sobre el pueblo reina la paz, una paz más pura, si cabe, que la del propio concepto, que no siempre se presta a ser sintonizado. En este paraíso terrenal, sin embargo, jamás he llegado a escuchar nada que me chirriara. Los árboles también respetan la paz, por ellos y por la gente del pueblo. Salvo por los niños, que parten algunas ramas para construir cometas, nada perturba la paz.”
De pronto, comenzó a soplar un fuerte viento cargado de polvo que me arrancó de mis ensoñaciones. Vi entonces llegar al pueblo a unos forasteros, unos hombres con lo que nunca antes me había topado. Se pusieron a talar varios árboles grandes. Unos cuantos campesinos locales les estaban echando una mano. Cargaron los troncos en un camión y, antes de largarse, me pareció ver que les entregaban a los campesinos algo de guita. En efecto, los estaban untando. Pude cerciorarme en cuanto me acerqué un poco más y le oí decir a uno de ellos:
-Nos ha salido la gracia 100 guineas más cara de lo esperado.
A lo que otro de ellos repuso:
-No te preocupes, ya ajustaremos cuentas la próxima vez.
Desde aquel día, jamás volvió a darse la paz que había prevalecido antaño. A raíz de la desaparición de los árboles, se esfumaron también las sombras que proyectaban. Los pocos y raquíticos troncos que habían logrado librarse de ser podados arrojaban unas sombras a las que apenas podía considerarse dignas de recibir tal designación y a las que, no obstante, mi propia sombra quedaba imantada, como si creyera poder reensamblar el paraíso perdido en el negativo de la desapacible realidad presente. El sol eyectaba una lenguas de fuego que calcinaban cuanto se interponía en su camino. Después de que a los árboles se les barriera del mapa, ya nada ponía coto a la tiránica férula de un sol justiciero.
Talaron los árboles sin tener en cuenta el tiempo que les iba a llevar recuperarse de las secuelas de su vandalismo, la de sudor y lágrimas que habrían de derramar para que les volvieran a salir ramas y a crecer hojas. Ojalá hubieran sabido ponderar las consecuencias de sus actos para evitar cometer el error garrafal en el que incurrieron: el de no arrancar los árboles de raíz. Las cepas de lo árboles se aferraron pues a la tierra y se resistieron a morir con uñas y dientes. Con el paso del tiempo, los tocones se fueron despegando del suelo. Por sus venas corría un ansía voraz de alzarse en armas contra todo bicho viviente que osara amenazar su integridad. Aquellos mismos árboles que en su día habían provisto de un soporte a las delicadas patas de los pájaros, que habían permitido que sus hojas acabaran moteadas por coloridas mariposas, salpicadas de gotas de rocío y mecidas por la brisa primaveral, ya no estaban para bromas. Se habían mentalizado para hacer frente a lo que fuera que les deparara su calamitoso destino.
En la actualidad, los árboles se han metamorfoseado en unas criaturas poseídas por la rabia y el rencor. Se niegan taxativamente a resignarse al aciago hado que se cierne sobre ellos y sobre los aldeanos. Como íbamos diciendo, aquí ya no se ve un árbol en leguas a la redonda. Sus suplentes están decididos a desbancar la realidad que les ha sido impuesta a los seres humanos. A lo que se dedican los árboles hoy por hoy es a derribar las avionetas de papel que surcan el cielo. Si uno se da una vuelta por el pueblo, enseguida se percata de que los árboles de los espacios abiertos se han hecho con todo un arsenal de avionetas de papel. Las almacenan ensartadas en sus retorcidas ramas, a las que les hubiera gustado llevar una cota de malla para protegerse contra las agresiones ajenas. No obstante, sus deseos de blindarse contra el exterior no se han cumplido. Para colmo, la lucha que han de lidiar consigo mismos para emanciparse de sus propias aprensiones pasa totalmente desapercibida. En vano, tratan de redefinirse, de dar con su identidad y de recuperar la paz que reinaba antaño. Quieren labrarse un futuro en el que poder sentirse a salvo. No quieren que nadie vuelva a mutilarlos.
Al cabo de aproximadamente un año, los forasteros se volvieron a dejar caer por el pueblo, que aún no había logrado reinstaurar la paz. Desde entonces, se les volvió a avistar en repetidas ocasiones cada cierto tiempo.
Escrito por Ahmed Mustafa Al-Gar.