Muerte súbita a cámara lenta

Al Ammar Al Kubra, Al Qalyubia Governorate, Egypt

Cada vez que pasa por delante del edificio, se frota la espalda contra la pared en un intento de raspar la pintada con disimulo. Del dibujo ya sólo se distinguen la popa del barco y la proa del avión, pero por su afrenta habrá de seguir pagando hasta mucho después de que ya no quede ni rastro de ella sobre el muro. No siempre le sancionan a uno en esta vida el borrón y cuenta nueva. Hay manchas que no se van ni con el tiempo ni con otras soluciones abrasivas.

—¡Alto ahí! Detente si le tienes aprecio a tu vida.

Ella se sobresalta y el cubo que lleva con los tubos para aplicar henna roza accidentalmente la pared y la pringa.

—Te noto de capa caída.

Se mueve despacio, abrazando el suelo con las cuarteadas suelas de sus pies descalzos a cada paso. Va arrastrando los faldones de su túnica negra al andar, que ha tenido que ser zurcida y remendada en ocasiones múltiples. La devora al cabal, de pies a cabeza, inclusive. Al fin y al cabo, son fundamentalmente vergüenzas que nunca se hallan al descubierto lo que ha de esconder. Sólo se le asoman por las mangas un poco los dedos con los que agarra el cubo salpicado de henna. Antes solía transportarlo sobre esa pequeña cabeza perfectamente redonda que tiene y que todo lo registra, pero de eso hace ya tiempo.

—Tía Fahima, tu tía Zamzam te reclama. Date prisa, parece urgente.

Odia a su tía Zamzam con todo su ser. Sólo la necesita cuando los perros han sorprendido a alguien intentando birlarles pepinos. Resulta, pues, que ella es la única que sabe tranquilizar a los perros, que no sueltan a su presa hasta que no acude ella a acariciarles el lomo. Lo que ocurre entonces generalmente es que el pobre chaval al que tenían acorralado los cánidos siente que le debe la vida, se echa al suelo de rodillas y promete, con lágrimas en los ojos, no volver a hacerlo jamás. Ella sabe que va a romper su promesa en cuanto doble la esquina, pero lo deja marchar igualmente, aunque no sin antes cantarle las cuarenta.

En paoni, el chimpancé rey aprovecha al mediodía para soltar a sus criaturas cerca del puente Abu Alhasan. Los homínidos campan por sus respetos y arremeten contra quienquiera que se cruce en su camino. No les parece acoquinar que los campos estén enmoquetados de mierda. Tienen la piel curtida y moñiga de vaca cocida por el sol que le ha estado pegando desde por la mañana temprano no es lo que va a acabar con ellos. Ella trata de evitar las rutas más asendereadas. Las calles asfaltadas están demasiado minadas de puntos ciegos para su gusto. Prefiere transitar junto al canal, bajo la bóveda que forman las ramas de los sauces caídos que lo flanquean. Además, no sabe hasta cuándo seguirán corriendo las aguas nilóticas por el canal, pues las obras de la presa alta ya han comenzado.

A la entrada de la calle donde vive, los burros detectan su olor y comienzan a rebuznar. Parecen ser los únicos que no la ven como un bloque negro, otro de esos caracteres animados. Entra en la casa. Huele a albaricoque de las hojas con las que se está alimentando la hoguera. Cuenta el número de bloques negros y el corazón le da un vuelco. Como el día en que su padre, el pachá, pasó a mejor vida.

Se había preparado mentalmente para recibir las imprecaciones de la tía Zamzam. Como aquel día que la empujó y se cayó al suelo, y con ella, el contenido del cubo que se hallaba porteando sobre la cabeza, que se desparramó por todas partes. Ella se levantó lentamente sirviéndose de la pared de apoyo y esperó a que la tía Zamzam acabara su almuerzo y se largara para meter la cabeza bajo el grifo, con pañuelo inclusive, y suspirar. “Dios te proteja, Fahima. Ya puedes respirar,” se dijo. Después, cerró el grifo, se acercó a la mesa donde la tía Zamzam se había dejado los restos de la comida sin recoger, cogió una rebanada de pan a medio devorar con ambas manos y se puso a mordisquearla mientras la humedad se extendía por su túnica hasta límites insospechados.

Pero lo que se ha encontrado ante ella la ha pillado desprevenida. Los bloques negros se presentan. Es la primera vez que oye sus nombres. No sabe qué grado de parentesco guardan con su tía Zamzam. Mira en derredor; sólo reconoce a los perros, que se hayan tirados en el suelo con las orejas caídas. Ni el aroma que sale de la cocina les lleva a levantar la cabeza. Ella se sienta junto a ellos, les acaricia el lomo y traga saliva, al tiempo que inspecciona la fisonomía de las desconocidas. Luego, con voz quebradiza, pregunta:

—¿Dónde está la tía Zamzam?

 

El autor, Mokhtar Mahmoud Abdel Wahab:

Egipto — Al Ammar Al Kubra — Qalyubia
Ingeniero civil que nunca está del todo seguro sobre qué incluir en su relato.
En segundo lugar, club de cuentos cortos en El Cairo, 1998.
En tercer lugar, Ihsan Abdel Quddous, 1998.
En cuarto lugar, asociación de escritores y literatos, 2008.
Periódicos en los que se ha publicado su obra:

Conferencias: El Relato y La Memoria Cultural
Internet: