Cada vez que me voy a poner a escribir, mi mano se me rebela, alcanza el mando a distancia y enciende la tele. Se halla más allá de mi control. Con lo poco que tiene para ofrecerme el cacharro, no sé qué me lleva a caer en su embrujo, una vez tras otra. Digamos que me cuesta estar a lo que estoy.
Con el tiempo, el espacio que ocupa mi televisor ha ido en aumento. Yo estoy encantado, porque más pulgadas significa mayor realismo, y, sobre todo en lo que se refiere a las pelis, la diferencia se nota. Hace poco, vi una peli ambientada en el desierto. Pues, aquella noche, no pude pegar ojo de lo angustiado que me tenía que fuera a salir una serpiente venenosa de debajo de mi almohada y morderme en el cuello.
Hoy he decidido escribir sobre la soledad. Me he pasado la vida solo, pero no fue hasta que se me murió mi gata que comencé a sentirme solo de verdad. La muy torpe resbaló y se cayó del tejado. Tenía la agilidad de un elefante, pero qué buena gata que era.
Cuando cierro los ojos, me veo tocando algo marchoso al piano en medio del desierto, al que he llegado cabalgando a lomos de un corcel retraído. No obstante, al abrirlos, no encuentro salvo la hoja en blanco y las coloridas imágenes que se suceden en la pantalla de la tele. Están echando un documental sobre animales. El rinoceronte me devuelve la mirada. Hace un mohín de entre lástima y asco. ¿Quién sabe lo que encierra una mirada? Pues yo, resulta que tengo un don.
Cambio de canal. Otro rinoceronte, con la misma mirada, esta vez, por extraño que parezca, tras una presentadora del tiempo japonesa haciendo alusión a las fuertes nevadas que se avecinan en su país. Aparto la vista y la fijo nuevamente sobre el papel. Pongo la tele en silencio y empuño el lápiz. Nada, no hay manera, no me concentro.
Salen dos vaqueros. Por cómo visten y hablan, deduzco quién está al mando. Sin siquiera descalzarse, se echan sobre la cama, se abren unos botellines que se han traído consigo, y se trincan su contenido, un fluido de color indescriptible tirando a verdoso. Antes de que me dejen el cuarto hecho una pocilga, cambio de canal a uno en el que están poniendo un capítulo de una serie árabe. Es una serie de mil y un episodios. Las voces de los dos vaqueros siguen reverberando en la habitación durante unos segundos.
Y justo cuando me propongo volver la vista hacia el folio, empieza una peli de miedo, que me atrapa al instante. Va de un asesino entrado en carnes que descuartiza a sus víctimas con cara de póquer y un machete de un tamaño que es dos veces el suyo. Su mirada recuerda poderosamente a la del rinoceronte.
Al cabo, lo consigo. Me fuerzo a volcarme en la escritura y mis músculos me obedecen. A fin de cuentas, tengo una historia que escribir, una que lleva rondándome la cabeza desde que tengo memoria, pero que nunca he sabido cómo poner en palabras. Los gritos de dolor de las víctimas arañan la esfera de lo real. Tengo el pulso acelerado. Respiro hondo y, sobre esa base, compongo una canción animada en mi cabeza, al son de la cual las proyecciones de los que salen en la tele sacan a bailar a los fantasmas de mi pasado. Todos llevan un as bajo la manga, que ha de materializarse, según de qué juego se trate el que baraje jugar cada uno de ellos, en un micrófono, un balón, una muñeca, un plato de comida, un cubo de palomitas, un cañón, … y así sucesivamente. La habitación empieza a dar vueltas. Se ha creado una atmósfera festiva, tal vez, un tanto en demasía para mi gusto. Vaya, que parece que están de carnavales. Decido entonces que ha llegado la hora de retirarse a dormir. Me acurruco entre las sábanas y trato de conciliar el sueño, pero el ruido de fondo no me deja. Me levanto, saco el botiquín, y me tomo un par de pastillas (un relajante muscular y una aspirina), ambas a fin de aplacar la tormenta visual.
Escrito por Ahmed Abdelreheem.