Aquí os dejamos un relato de ejemplo, para que os podáis armar una idea más aproximada de lo que pretendemos con este bienaventurado y conciliador manifiesto del clásico lema del tendido de puentes:
Chula-pa-tó
Mi padre tiene la fea costumbre de burlarse de mí diciendo que mi conocimiento de la ciudad que me vio nacer y volverme cafre se restringe a lo que compendia esa retícula de colorines que gusta en denominarse plano del metro. En parte, tiene razón. Tengo ese gusano subterráneo tan inoculado en la sangre que una exposición prolongada a la superficie enseguida hace que me salgan sarpullidos en la moral. La gente haraganea, camina como poseída por el espíritu santo. «La peña, que no sabe andar por la calle», le repito ahora al pobre chorbo andaluz que me sigue a rebufo mientras me dispongo a impartir un cursillo exprés en la materia entre manos a empellones. Ve a donde tengas que ir, llega, y ya una vez allí te paras a descifrar los animalitos que contienen las nubes. Claro que, para circo, del que hacíamos gala en el metro la troupe y yo de adolescentes. Teatro improvisado lo llamábamos por aquel entonces. Sus grandes éxitos: declararse a las farolas del Retiro y disgregarse para entrar cada una por una puerta del metro, empezar la del medio como quien no quiere la cosa a tararear (alternativa algo mediocre para las que aún no habíamos dado con el quid del silbido) el himno del chihuahua y desgañitarse las de los laterales con el Chihuaha nuclear. ¡Boom!, la conmoción que causábamos era de las que uno no se sacude con un simple perrito, ni siquiera de los de desfogarse mascando.
Así era mi Madrid, el Madrid de ese gamusino transgénico que es el madrileño fetén. Un Madrid macarra, un Madrid canalla, un Madrid de hacer calle, que no era ni hacer la calle, ni asfaltarla, sino algo intermedio. Era calzarse los patines y montar la city de reata de la vorágine que esta propugnaba, a despecho de semáforos y minucias como la distinción entre carriles para peatones y turismos, al son del runrún ferroviario que atraviesa sus entrañas.
Y una madrugada, de vuelta de Malasaña, el rapaz que esa noche llevaba colgado del brazo va y me dice:
– El edificio delante de tu casa suelta mucho humo.
A lo cual, yo contesto:
– ¡Qué va!, lo normal. El Corte Inglés, que es la chimenea que sirve de conducto respiratorio a la lombriz de bajo tierra. Es de la energía que consume para funcionar, hasta en domingos y festivos, a costa de los niños esclavizados del tercer mundo y el cielo madrileño.
Él no osó rechistarme y su comentario no me perturbó un sueño largamente rezagado. No fue hasta ya entrada la tarde, cuando, al salir a comprar la pistola de rigor para el almuerzo, me topé de bruces con el bujero aquel, encallado en la vampírica dentadura arquitectónica del otro lado de la calle. Las cenizas del Windsor poblaban el rellano del portal.