Aprieto el paso para evitar derretirme bajo el sol abrasador, pues, en cuanto este alcanza el cénit de la bóveda celeste, aparte de hacerse extremadamente arduo avanzar por las calles, que enseguida se abarrotan de gente, no quedan sombras bajo las que guarecerse. El olor a incienso que ha hecho historia cargando el aire e instigando la fermentación de los ánimos durante siglos y siglos me abofetea el rostro según me voy abriendo paso. Finalmente, me planto frente a la escalera de caracol que ha de llevarme a mi destino. Asciendo paulatinamente para deleitarme la vista con la panorámica. De todas formas, tengo para rato, pues las escaleras parecen haber sido construidas para cubrir la distancia que media entre la tierra y el cielo. A fuerza de discurrir por aquí, a lo largo del tiempo, la gente ha ido puliendo la superficie de los escalones de piedra.
A medida que asciendo, me voy deteniendo a la altura de los ventanucos que se alinean a un lado de la torre para, a través de ellos, dejarme hechizar por los edificios que se sitúan enfrente. El blanco de las alambicadas yeserías que nimban las ventanas de madera de los edificios recuerda al de las chilabas que visten las mujeres pías o los niños, que no conocen culpa, y contrasta con el color oscuro del resto de las fachadas. Se asemeja al aura que envuelve las estrellas y llama poderosamente a achinar los ojos para descubrir lo que se desenvuelve en el espacio interior.
De una de las ventanas se asoma una hermosa hembra de luceros almendrados y rosadas mejillas. La brisa matutina azota sus trenzas. Con expresión soñadora, deja vagar la mirada por las avenidas de la ciudad. Cada vez que paso uno de los ventanucos de la torre de largo con cada vuelta que doy durante la subida, la pierdo momentáneamente de vista y temo que, para cuando vuelva a tener ocasión de asomarme a un ventanuco, ella se haya aburrido de posar para mí. De resultas, acelero. Me mareo, pero confío en que es el camino más corto para llegar a la cima.
Me dirijo al café con más fama de por estos pastos. He venido tantas veces que ya sólo tengo que encender el piloto automático y dejarme guiar por mis pies. Se halla en la novena planta. Desde arriba, se oye la cotidianidad del barrio: los renacuajos ríen y los viejos imprecan. Eso me hace sentir en casa, arropado, a salvo, entendedor, elegido. Siento que el mundo está a mis pies. Como si todo lo que precede a mi nacimiento hubiera acontecido para darme origen. Tomo asiento en una silla de madera que parece haber sido diseñada para combinar con los edificios de la ciudad. Como todas las mañanas, me pido un café y me lo tomo a sorbos, mientras, desde arriba, observo cómo la ciudad amanece lentamente. Se despereza batiendo coqueta las pestañas, sobre las que jamás osó posarse una legaña, de la forma estudiada en que lo haría una venus que jugara a hacerse la incauta a la que se le ha pasado por alto que se ha convertido en el centro de todas las miradas. En ese instante, como convocada por mi pensamiento, vuelvo a verla a ella, con sus trenzas, que ondean mecidas por el viento. Desafiante, me sostiene la mirada. Me alienta a levantarme de la silla y acercarme a ella todo lo posible, hasta el mismísimo borde de la terraza, para asegurarme de que no se me pueda tachar de mirón, porque, a fin de cuentas, es ella quien muestra interés por que yo le otorgue razón de ser con mi descarada forma de constatar su presencia.
Oportunamente, la ciudad, celosa, reclama mi atención. Es irrefutable que sus edificios son verdaderas joyas arquitectónicas. Salta a la vista que el trabajo de yesería que adorna las ventanas ha sido ejecutado con una precisión y un cuidado por el detalle dignos de admiración. No obstante, mi mirada se desvía nuevamente hacia la joven que se asoma por una de estas ventanas magistralmente ornadas. Me he quedado prendado de ella. Sin darme cuenta, mi cuerpo comienza a balancearse, hipnotizado por el movimiento oscilante de sus trenzas. De pronto, pierdo el equilibrio. No me caigo por el precipicio de milagro. Sobresaltado, aparto la mirada de la joven y se la devuelvo a la ciudad. La ciudad, la joven, el café, … ¿dónde estoy? Saná, ¿qué ha sido de ti? De ser una belleza sin par, has pasado a convertirte en una bestia abominable. Has sido sometida a todo tipo de vejaciones. Muchos de tus edificios han sido derruidos y la muerte acecha tras cada una de las esquinas de tus calles. Tus habitantes sobreviven a duras penas y, de lo empañado que ha quedado tu nombre, ya nadie puede reconocer lo hermosa que fuiste en su día.
Escrito por Anwar Muhammad Alseraggi.