Sobre el museo

Egyptian Museum, Cairo, Egypt

Ni ella misma sabía cómo había llegado hasta allí, pero ahí estaba, subida al tejado del Museo Egipcio, justo sobre la entrada principal, acaparando toda la atención, amenazando con saltar.

Los abajo aglutinados asistentes al espectáculo estaban venga a correr de un lado para otro. Había incluso una sección que coreaba sus mayores miedos, intentando alentarla a que diera marcha atrás. En un momento dado, la vida se había vuelto impagable, hasta el punto de que había dejado de poder ponerles a sus hijos nada sobre el plato. No se le podía exigir que entendiera lo que ocurría a gran escala, pues era una ama de casa viuda que trataba de criar a sus hijos lo mejor que podía con lo que recibía de ayudas sociales. Aún así, a su alrededor no se hablaba más que del préstamo del Fondo Monetario Internacional y la decisión del gobierno de dejar flotar la libra libremente. Y ella sólo se preguntaba cómo era posible que las altas esferas tuvieran tanto interés en ver a la gente de a pie al borde del precipicio. Ella, por lo pronto, sabía que había llegado a su límite.

De pronto, vio aparecer al director del museo, girarse hacia ella y llevarse las manos a la cabeza. Seguidamente, vio el humo que le empezó a salir por los oídos al volverse hacia la multitud, cuyo volumen crecía por momentos.

“La prensa se nos va a papear con patatas”, era lo que el director se hallaba pensando. “A lo mejor, con un poco de suerte, no alzan la vista, o no la ven, o no la consideran un elemento disruptivo de su entorno, de ese tapiz en el que Egipto se perfila como un lugar que ameniza con sus ligeras excentricidades”, rezaba en silencio. No obstante, justo entonces, una turista inglesa salió del edificio y soltó un chillido agudo y penetrante, que pulverizó sus esperanzas al hacer que todo el que aún no se hubiera coscado se percatara entonces de que había una mujer sobre el tejado del museo, asomándose peligrosamente al vacío. En ese instante, deseó que la tierra se lo tragara.

El público no hacía sino aumentar. De pronto, se sumó a la comitiva un grupo de periodistas con cámaras de televisión. Enseguida se apuntaron también a la fiesta unos coches de policía y camiones de bomberos. Les costaba avanzar entre la masa.

Desde arriba, se dejaban distinguir unos figuras en traje, con gafas de sol y facha solemne. Sin lugar a duda, vampiros sanguinarios. Con voz firme, uno de ellos le ordenó a través de un altavoz que retrocediera y pusiera término a tanto paripé. Ella, no obstante, no entendió: “¿retroceder a dónde?”

A la media hora escasa, la zona estaba a rebosar de reporteros de canales de televisión extranjeros, cuya voz reverberaba en todas las paredes de la plaza frente al museo describiendo la situación y adjudicándole antecedentes. A su vez, se había ido incrementando el número de hombres grises que parecían hallarse al mando. Llegado un punto, dejaron de increparla por los altavoces para pasar a suplicarla. No les ayudaba precisamente a mantener la compostura que ambos acercamientos dieran el mismo resultado. Para evitar sucumbir a un ataque de nervios, uno de ellos le preguntó que cuáles eran sus demandas.

Sus demandas. De pronto, se hallaba en una tesitura que sólo podía comparar a aquella en la que se encuentra el protagonista de la película Terrorismo y Kebab cuando, después de secuestrar un edificio, sin querer, y acabar con rehenes, todo por un malentendido, ha de responder al jefe de policía, que le acaba de pedir que enumere sus condiciones para soltar a los rehenes. Todo cuanto se le ocurre nombrar entonces son kebabs, pese a lo menesterosas que se manifiestan sus condiciones de vida. Y a ella ni siquiera le quedaban fuerzas para sentir hambre.

El tiempo comenzó a transcurrir soporíficamente lento. La plaza se seguía llenando de gente. Había montado un circo de proporciones bíblicas. Aparecen todavía más reporteros, con sistemas de luz y sonido aún más sofisticados, lo que hacía aún más probable que trabajaran para canales extranjeros. Los agentes de seguridad llevaban la desesperación reflejada en el rostro. Llevaban un rato tratando de despejar y acordonar la zona sin éxito.

Finalmente, lograron imponerse, pero no consiguieron evitar que la gente siguiera sacando fotos y que las cámaras siguieran grabando desde fuera del espacio restringido. Había varios a los que se les veía frotándose las manos por las visitas que iban alcanzar los vídeos que tenían pensado subir a la red en cuanto regresaran a casa. Su mirada se topó de pronto con la cara sonriente de una señora con micrófono. Se la veía disfrutando de la función que se representaba ante ella.

La Plaza Tahrir se había vuelto intransitable por el embotellamiento que había formado la gente que se había asomado atraída por la masa. Incluso el tráfico en las calles colindantes había comenzado a espesarse hasta casi colapsarse.

Le suplicaron una vez más que descendiera y ella se preguntó si era posible que quedara en todo el mundo un único hombre de traje y con gafas oscuras que no se encontrara en aquella plaza. Si todo se paralizaba cada vez que alguien amenazaba con quitarse la vida, normal que el país avanzara a trompicones.

Ahora sí, le concedían toda su atención, pero ya se le había olvidado qué era lo que le había llevado hasta allí.

 

Escrito por Mohamed Ibrahim.