Atracción

El fuego no calcinó los rasgos faciales ni los rumores ni las huellas sobre el pan blanco. Las bicicletas, cuyo número correspondía a la cantidad de gente que moraba en aquella casa cenicienta, también lograron salvarse. La primera impresión que dispensaba un reconocimiento visual del terreno que abarcara desde el color de las puertas abiertas hasta los rincones más alejados que se escondían tras un pañuelo blanco era la de un conato de bienvenida, que ya tan sólo musitara el viento, que, como un abanico, mecía el pañuelo, como conminando al forastero a entrar y descender hacia el más abyecto de los lugares de este mundo, donde se le fuera a brindar el honor sentarse a la mesa y participar en todo un gaudeamus. Allí fue donde se forjó la primera semilla, la cuna de la genialidad y de la lucha.

Comenzó a reparar el pedal, que había perdido unas piezas de metal por el fallo técnico de uno de los engranajes que estabilizan los discos en los que se enroscan las cadenas. La patada infalible que solía ventilar el poblema a la primera, ahorrándole tener que recurrir a operar a corazón abierto, no surtió los efectos deseados. Pese al revés inicial, decidió no tirar la toalla. Se arremangó y se dispuso a ensuciarse las manos abriéndole las tripas al artilujio. Desmanteló el pedal, lo arregló y lo recompuso, en vez de optar por reemplazar la bicicleta por una de las que se hallaban aparcadas frente a la casa.

Tras su éxito ensamblando el cachivache rotativo, se montó en la bicicleta y condujo hasta el final de la calle a modo de prueba, para asegurarse de que la bicicleta le fuera a aguantar contra viento y marea los vaivenes que impone el trajín rutinario. Regresó antes de que acabara de amanecer por completo e imprimió en el opíparo desayuno que le tenían preparado su presencia, haciendo gala de ser un abanderado del lema que reza: “No habrás de renunciar al té matutino”.

Extendió los alerones de su ágil bicicleta para guardar la caja de herramientas que empleaba para desempeñar el oficio que mejor se le daba, el de manitas. Se enfundó en su traje de zafarrancho de combate y se calzó sus botas de plástico grueso para dirigirse a su taller, sito en las afueras de la ciudad. De camino, pescaba al vuelo las sonrisas que le dedicaban los transeúntes, los saludos que le expedían los niños que iban al colegio y las cohibidas miradas que le lanzaban las mujeres que se entretenían junto al muro, cuyos sólidos cimientos estribaban en buen juicio. Cada vez que le paraban para darle la murga, él trataba de reanudar la marcha atajando tanto parloteo con la promesa de volcarse a la vuelta del trabajo esa misma tarde o a la mañana siguiente a más tardar en atender las peticiones de cada cual sin reservas.

Durante el trayecto, el pedal de la bicicleta se le rebeló y comenzó a pegarle coces en el tobillo. Poco le faltaba en cada curva para estamparse, pues, cada vez que giraba era para meterse en una calleja más estrecha que la que acababa de dejar atrás. Su taller se situaba en la intersección entre un horizonte plagado de palmerales y otro que se extendía allende la frontera. En cuanto hubo atravesado los surcos que trenzaban la explanada de montículos, metió caña a su bicicleta. Su miedo a que llegara el día en que se topara con la parca y le asaltara la duda le hacía aumentar aún más su velocidad. No obstante, su aprensión fue clemente y se apiadó de él hasta justo antes de llegar a su espacioso taller.

Al poco de la desaparición de los madrugadores, se hicieron patentes las primeras secuelas de su ociosidad. El cielo se cubrió de espesas nubes y una serpiente se asomó por una grieta de una piedra que no debía ser ultrajada. La bicicleta se resbaló arañando una pared de adobe a la que no pareció alterarle la afrenta.

Con un hondo suspiro, logró poner las cosas nuevamente en su sitio. Desistió de la bicicleta en cuanto esta besó el suelo y comenzó a trazar la senda por la que debía discurrir el túnel en su imaginación. Debía ensanchar el orificio hasta que midiera medio metro más de diámetro. Continuó cavando a solas, ordeñando la tierra hasta quedar exhausto de tanto erguirse, agacharse y patinar. La plúmbea pelota de polvo que aglutinaba la frustración de los hacendosos trabajadores que se dedicaban a horadar la tierra ora para sembrar ora para sepultar sin garantías de ir a lograr ellos mismos salir del hoyo y volver a asomarse a la superficie comenzaba a atosigarle también a él.

Dejó caer el pico, que, al rebotar en la tierra, levantó una gargantilla plateada que brillaba con la fluorescencia propia de la radiación que, en su día, emitieron los experimentos nucleares que llevaron a cabo las tropas del ejército de los colonizadores. La gargantilla tenía grabado el nombre de la hija de un capitán general que tal vez hubiera sido enterrada junto a él o tal vez no. No quedaba espacio para seguir perforando la tierra en busca de tesoros. Al fin y al cabo, él no estaba hecho de pasta magnética.

Regresó con su botín a la velocidad del rayo, y su madre se apresuró en propagar la noticia, que no tardó en pacer en boca de todo el mundo. A consecuencia, el imán le expulsó de la mezquita y lo denunció a las autoridades. Sólo la gendarmería sabía de qué manera se hallaba conectada toda la trama.

Los mañaneros retornaron con la intención de cavar hoyos de mayor profundidad esta vez, en aras de dar con la fortuna del capitán general. Pero no contaban con que los francotiradores apostados en la frontera habían diseminado los cadáveres al otro lado por doquier.

Así, deshauciado de toda esperanza, ya sólo podía recurrir a alzar la voz.

Escrito por Ahmed Lahyanni.

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El mundo me la tiene jurada,

a) y mira que yo siempre saludo con una sonrisa a todo el que sale a mi encuentro.

b) por eso procuro que siempre me encuentren con una sonrisa dibujada en el rostro.