Quedada en Bab Al Louq

Bab Al Louq, Cairo, Egypt

Me quedo un rato examinándolo desde la distancia antes de anunciar mi presencia. Se halla fumándose una cachimba en la terraza. No es perfecto, ni mucho menos, pero siempre he confiado en su capacidad de cambiar. Además, no puedo obviar el aprecio que le tiene mi familia. Quiero creer que siento por él lo que se siente por la patria. A veces, me sorprende descubrir lo mucho que dependo de él.

Me está esperando. Hemos quedado para tomarnos algo en el café Souq El Hamediya y charlar. No tengo nada claro que esto sea una buena idea. De hecho, llevo todo el camino hasta aquí sopesando la opción de dar media vuelta. De pronto, no obstante, alza la vista y esta recae en mí. Ya no me queda más remedio que acercarme. Sonríe. Reparo en que se ha puesto guapo para quedar conmigo y me sonrojo. De todas formas, no es que tenga que hacer muchas virguerías para resultarme atractivo. Me habrían salido unos niños monísimos y con unas sonrisas de galán de cine, pero para eso ya es demasiado tarde.

Se levanta para saludarme. Me coge la mano y me la besa, como cuando salíamos juntos.

—¡Pero qué caballeroso! ¿Quién diría que me repudiaste hace tres años?

—También te amé durante un tercio del tiempo que llevo en este mundo.

—¿Tratas así a todas las mujeres a las que das plantón o, mejor dicho, pones los cuernos?

—¡Suhaila, mujer! ¡Cómo eres! Ya sabes que tengo una debilidad por las mujeres, pero después …

—… después de traicionarme una vez tras otra, quieres decir.

—… siempre lograbas volver a enamorarme.

Por un instante, nos quedamos mirándonos embobados el uno al otro, haciendo como que jamás ocurrió lo que nos llevó a optar por seguir caminos separados. Tengo tantos recuerdos hermosos asociados a la plaza de Bab Al Louq que verle con este decorado de fondo no hace sino nublarme el juicio. Además, hace un día de invierno precioso, corre una brisa fresca y el aroma a café recién hecho impregna el ambiente.

Me empieza a contar las aventuras que ha emprendido desde que nos vimos por última vez y yo me quedo escuchándolo embelesada. Y pensar que he estado a punto de no acudir a la cita. Me noto nerviosa, como si me preocupara causarle buena impresión, como si esta fuera nuestra primera cita.

De repente, me indica que abra la cartera que ha traído consigo. Tiene algo para mí. Dentro, encuentro una serie de libros. Uno está dedicado por Mahmoud Darwish, otro por Bahaa Taher, … ¡Se trata de mi antigua colección de libros! ¡Las horas que habré consagrado a especular sobre su paradero! En un bolsillo lateral, encuentro un anillo de plata con una inscripción. ¡Son mis iniciales! No puede ser.

—Te has equivocado, —le comento, —me confundes con otra.

—Lo he comprado para ti. No te compré ninguna joya durante el tiempo que estuvimos casados y te mereces ser tratada como una reina.

No me lo puedo creer. Le doy las gracias efusivamente. Aparte de los libros y el anillo, me ha traído los folios donde en su momento dejé plasmado lo que se traduciría en el primer y único conato de escribir una novela que hice jamás. Fue precisamente al perderlos de vista cuando me di por vencida.

Me pregunta si he conocido a otro. Le contesto que, aunque a mí también me divierta ligar, no me puedo permitir perder la cuenta de las veces que la cosa sale rana.

—Y tú, ¿por qué no te has vuelto a casar? —le pregunto.

—¿Con otra? No me desagrada especialmente la idea de casarme: la normalidad, la monotonía, incluso. Pero no me puedo imaginar pasando el resto de mi vida con alguien que no seas tú.

—Ni trabajo fijo ni relación estable, veo que no has cambiado nada.

—Antes solías ser tú quien no quería que cambiara, —guarda silencio un instante y después me pregunta:

—¿No me sigues queriendo ni un poco?

—Te quiero, claro que te quiero, como se quieren tantas otras cosas a las que no sirve de nada profesar amor.

Nos quedamos callados. Se masca la tensión en el ambiente. Al cabo de un rato, rompo el silencio para comunicarle que he de emprender el camino de vuelta a casa. Mi avión despega en un par de horas. Me pide que le deje acompañarme un trecho. Atravesamos la plaza. Me coge de la mano y juntos nos ponemos a recorrer las calles donde empezó todo. Me gusta, pero ya no me transmite como antes la sensación de que estoy a salvo con él. ¡Con las ganas que tenía yo de volver al Cairo cuando vivía en el extranjero! Sin embargo, enseguida se echó todo a perder.

De pronto, se gira hacia mí y me confiesa que le hubiera gustado tener un hijo conmigo.

—No lo llevaría al colegio, —me dice, —en vez, lo llevaría a recorrer el mundo y me dedicaría en cuerpo y alma a hacerle feliz. Cásate conmigo otra vez, aunque sólo sea por una hora, por los viejos tiempos.

No puedo evitar soltar una carcajada. Él prosigue imperturbable:

—Quiero un hijo tuyo con el que me pueda sentar en un café a tomar algo, con el que poder jugar a pegar patadas a un balón en el barrio de la Señora, un hijo con el que, cuando crezca, poder fumarme un peta de tanto en tanto. No me gusta nada fumar yo solo.

Le doy un beso antes de subirme al taxi. No llego a contarle que, justo después de que nos divorciáramos, me extirparon el útero debido a un cáncer que me diagnosticaron. Hace un día precioso. No obstante, cierro los ojos para conservar inmaculado el recuerdo de la última mirada que me dedica.

 

Escrito por Ghada Al Kholy.