Esta es la leyenda de lo que, en una noche como esta, ocurrió tiempo ha por estos lares, marcando un antes y un después en la historia de la región.
Por aquel entonces, nuestros antepasados, que pertenecían a una tribu de un tamaño considerable, llevaban una vida holgada y rara vez se peleaban, por mor de, por un lado, lo fértiles que son estas tierras, y por otro, lo juicioso que mostraba ser su cabeza de mando. Un día, no obstante, el jefe de la tribu torció súbitamente la cabeza tras contraer una enfermedad perniciosa. Su hijo primogénito, que era, a una, la efigie de las buenas virtudes y su más ferviente paladín, un galán joven que ni los de telenovelas, por dentro y por fuera, era, a su vez, de quien se esperaba que lo sucediera. No obstante, tras reunirse, el senado, que se hallaba compuesto por los ancianos de la tribu y era el órgano encargado oficialmente de designar al cabeza de linaje, anunció que sólo estaban dispuestos a erigir al héroe de nuestra historia en jefe de tribu a condición de que este cumpliera con un requisito: El día de su nombramiento había de contraer matrimonio con una mujer que ellos consideraran que reunía en su persona todos los mismos atributos que lo hacían a él tan extraordinario, de modo que él no pudiera hacerle sombra.
De resultas, nuestro protagonista se vio, de pronto, en un serio aprieto. Estaba muy apurado de tiempo para dar con una candidata al puesto de devota esposa a la que los ancianos fueran a estar dispuestos a dar el sello de aprobación. Para empezar, tendría que viajar a otros reinos, pues no le constaba que hubiera ninguna mujer con las características requeridas en las inmediaciones.
Para encontrar una solución a su problema, convocó una asamblea con todos los miembros de su familia, en la esperanza de que estos le pudieran ayudar a salir del atolladero en el que estaba metido. Al fin y al cabo, ninguno de ellos estaba por la labor de renunciar a sus privilegios de patricio. Les llevó un buen rato de no soltar más que disparates hasta que, por fin, arribaron a una conclusión. Fue la abuela quien, haciendo gala de su proverbial tino, se aventuró a formular lo que se evidenciaba como su única alternativa:
—Si quieres gobernar, habrás de cometer incesto.
Se hizo el silencio. Todos tenían interrogantes, pero nadie se atrevía a expresarlos.
—¿A qué te refieres con “incesto”? —osó finalmente preguntarle en voz baja uno de los allí congregados.
—Es bien sabido que la única mujer de por estas tierras que podría llegar a competir con mi nieto en belleza tanto interior como exterior es su hermana pequeña, por lo que, si quiere convertirse en nuestro líder, habrá de casarse con ella. Si bien es verdad que no tenemos por costumbre casarnos con nuestros parientes cercanos, él no es cualquiera.
Con aquella explicación, la abuela logró disipar toda duda. A nuestro héroe le tocaba ahora decidir si estaba dispuesto a pagar el precio de la corona. Los ancianos le habían puesto entre la espada y la pared. No obstante, hacía ya tiempo que había elegido y no podía permitirse como futuro soberano mostrarse titubeante. Por ende, hizo llamar al senado y a su pueblo, y desde el podio que le está reservado a quien tiene la última palabra, anunció que el mismo día de su investidura de jefe de tribu se celebrarían sus nupcias, pues estaba resuelto a desposar a su hermana, la hermosa del reino por antonomasia.
Fueron muchos los que esa misma noche recogieron sus pertenencias y abandonaron la tribu, alegando que lo que nuestro héroe se disponía a hacer iba contra natura y acabaría por acarrearles desgracias a todos los que, aunque sólo fuera por omisión, se volvieran cómplices de su violación de las leyes del orden.
La noche de bodas, ambos se emperifollaron hasta quedar prácticamente irreconocibles. De los invitados, no faltaba nadie. Después de la ceremonia, la gente se congregó en torno a las hogueras a cuyo fuego las mujeres habían cocinado los manjares del banquete, en pucheros gigantes, que más de uno que se vio tentado a rebañar, del éxito que tuvo su contenido. A continuación, comenzó el baile, uno que tuvo a todos pirueteando ad libitum, hasta que acaeció en lo que habría de traducirse la ira de los cielos, que todos se temían que, si bien no de forma tan inminente, podría manifestarse algún día.
La tierra a sus pies tembló, se resquebrajó y, seguidamente, entró en erupción. Toda la cuenca del valle en el que se hallaban quedó instantes más tarde sumergida bajo un mar de lava, que había arrasado con cuanto se había topado a su paso, convirtiendo a todos los asistentes a la boda en estatuas de piedra, que se han conservado hasta la fecha, y hoy por hoy, forman parte de un complejo de baños termales, porque dícese de los manantiales de agua caliente que irriga las formaciones rocosas que en su día fueron nuestros antepasados que poseen propiedades terapéuticas milagrosas.
Todo el que visita el complejo, que, tras la tragedia, recibió el nombre por el que aún se lo conoce hoy día, el de Los Baños de los Malditos, se queda impactado al ver los monolitos, que parecen compartir un aire de familia, pero pocos conocen la verdadera historia del lugar, o al menos, no tan bien como se la conocen ahora ustedes.
Escrito por Wafa Abdel-Lawi.