Fíate de la virgen y no corras

Fouka city, Algeria

Me despierto de golpe, del hambre voraz que siento, no de nada que se pueda adquirir en el súper precisamente. Me estiro, miro la hora que es y decido ponerme en marcha del tirón. No hay tiempo que perder. Me espera un día trepidante cuando menos, pues he quedado con Luisa para después de comer. Es la primera vez que una chica me invita a catar sus carnes. Se me erizan los pelillos de la espalda sólo de pensarlo. Me ha dicho de quedar en Le Bungalow, que es una urbanización turística que suele estar vacía en verano, y yo, claro está, he accedido encantado. Tengo entendido que, a mi edad (acabo de cumplir los veinte), es normal que a los hombres, cuando se les pincha, les salga blanco. Ahora es cuando toca demostrar lo que uno puede y vale, sobre todo en una ciudad con tanto ambiente como esta, en la que todo el mundo está venga a medírsela. Yo, por lo menos, paso de ser el pringado que encaja a la perfección en la definición que Colin Wilson da del hombre mediocre.

Bajo por las escaleras del edificio, que están infestadas de moho, intentando respirar lo justo, y salgo al exterior. La ciudad que se extiende ante mí parece haber recibido un lavado de cara. El reloj de la plaza marca las dos de la tarde. No suele haber mucho trajín de gente en la calle a estas horas y menos en el mes de septiembre. Los niños siguen en el colegio y la mayoría de los hombres se hallan vendimiando en Douaouda.

Paso por delante del burdel de la ciudad. El edificio está que se cae. Como se trata de un edificio con una arquitectura de estilo colonial, las autoridades están empeñadas en restaurarlo, pero, pese a haberlo intentado ya por activa y por pasiva, hasta la fecha no parecen haber tenido mucho éxito desalojando a sus ocupantes. Yo nunca he llegado a hacer uso de los servicios que se ofrecen en su interior y eso que mis amigos me los tienen altamente recomendados. Que me llamen sibarita, pero no me ponen nada las mujeres que se las dan de ninfas con la cara toda pintarrajeada.

Sigo andando y llego al barrio que recibe el nombre de Panorama, pero cuyas vistas dejan bastante que desear. Los balcones de las casas, que parecen estar a punto de desplomarse, están negros de la polución que traen consigo las corrientes de aire caliente procedentes del mar que se extiende al Norte, y por ellos se asoman mujeres mayores, fundamentalmente, que ansían enterarse de lo que se cuece a pie de calle. Huele a berenjena frita y sazonada de los puestos de comida rápida que hallan repartidos por todo el barrio. Alguien ha dejado un reguero de migas de pan seco sobre el asfalto. Me pregunto si es para las palomas o para los huérfanos.

Frente al centro comercial La Perla, se encuentra el restaurante italiano de Lorenzo, que tiene muchísima fama para el poco tiempo que lleva abierto. Entro y pido un plato de pasta con sardinas. Me lo trae Lorenzo en persona tan sólo unos minutos más tarde. Aprovecho entonces para hacerle un chiste y preguntarle en francés si lo que pretende es metérsenos a todos en el bolsillo con sus manjares para, cuando menos nos lo esperemos, dar un golpe de estado y hacerse con las riendas de nuestro devenir. Lorenzo sonríe y me asegura que todo es cuestión de tiempo, que llegará el día en que se le canten alabanzas en Argelia y su nombre sea tan conocido como lo es el de Ibn Hawqal en Italia hoy por hoy. Yo me río y me meto el tenedor en la boca. Seguidamente, suelto un eructo. Quiero darle a entender que, por seguir disfrutando de lo que saca de la cocina, estoy dispuesto a arrodillarme ante él y bailarle el agua el tiempo que haga falta, pero no sé si me he expresado con suficiente claridad.

En ese momento, suena la llamada a la oración de por la tarde. La que se oye más alto procede de los altavoces que se hallan instalados en el minarete de la Mezquita de los Cristianos, que se llama así porque antes solía ser una iglesia, que erigieron los colonizadores europeos. Decido entonces ponerme en camino para no llegar tarde a mi cita.

Delante de la casas adosadas que conforman Le Bungalow, se encuentra el paseo marítimo, que siempre está a rebosar de pescadores anunciando su mercancía, que varía según lo que hayan logrado pescar ese día. Al llegar, me compro una gaseosa para tener con qué entretenerme mientras espero a Luisa.

La conocí en la universidad y, para ser sincero, lo que destacaría de ella es lo grandes que tiene los melones, así como, tal vez, sus pezones, que son puntiagudos y, por alguna extraña razón, me recuerdan a las cuentas del rosario de mi abuela. Además, tiene unos labios carnosos y extremadamente apetitosos. Enseguida me percato de que no me puedo permitir fantasear con lo que le voy a hacer si no quiero emocionarme hasta el punto de exponerme a que se me acuse de provocar escándalo público. Me pongo a dar vueltas de arriba a abajo como un animal enjaulado. Estoy nervioso. Me siento. Trato de tranquilizarme. Dejo vagar la mirada por el horizonte. Está atardeciendo. Me quedo observando el romper de las olas contra las rocas. ¿Cómo es que no ha llegado todavía? Comienzo a angustiarme. La llamo, pero no me coge el teléfono. Me pongo los cascos, los enchufo a la tablet y me pongo a escuchar Didi, de Cheb Khaled.

Pasan las horas y ella sigue sin aparecer. Finalmente, decido darme por vencido. Tiene toda la pinta de que me ha dejado plantado. Entretanto, el cielo se ha teñido del color que deberían presentar las sábanas sobre las que debiéramos haber yacido de haber mantenido ella su palabra. ¡Maldita mi suerte!

 

El autor, Walid Taibi:

Escritor argelino.