Turbante añil

Hoggar Mountains, Algeria

Sus ojos arrojan por entre los pliegues de su turbante añil una mirada asendereada que se posa en el espejo retrovisor. De pronto, el mundo entero parece girar en torno a lo que encierra esa mirada que se pierde en el horizonte que dejamos atrás. Se halla ocupando el asiento del copiloto para indicar al conductor cómo llegar al macizo de Ahaggar.

Los minutos se nos conceden con cuentagotas. La sinuosa pista de tierra por la que conducimos se extiende infinita ante nosotros. Por la ventanilla, las dunas del desierto se dejan ver componiendo el paisaje. Para que el trayecto no se me haga tan plomizo, fijo la vista en el reflejo del rostro velado de Azuz que cristaliza en el espejo retrovisor. Además, necesito romper el hechizo que ejerce sobre mí su mirada, aunque, en el fondo, sepa que de nada sirve, pues, cuanto más la estudio, más se me escapa, más me atrapa, y lentamente me voy hundiendo en el piélago de sentidos que comporta. Me retrepo en el asiento y, de pronto, nuestras miradas se cruzan. Azuz se ha incorporado para meter un disco en el tocata.

-Es música imzad. Ya veréis, os va a encantar.

Sus ojos se achinan al sonreír. Entonces, uno de los turistas del bus le pregunta por el significado de eso que acaba de mencionar: “imzad”. Sin despistar su sonrisa, Azuz se vuelve hacia el turista y contesta:

-La música recibe el nombre del instrumento. Es una especie de mandolina de una sola cuerda con una historia que se remonta a los tiempos de maricastaña. Hace miles de años, las tribus tuareg estaban constantemente a la gresca, por lo que, cuando a las mujeres tuareg se les hincharon las narices de tener que recoger los miembros desperdigados por el campo de batalla de los niños que tanto les había costado traer al mundo, se reunieron para tramar un plan con miras a zanjar las rencillas tribales y acabar así con la violencia. De resultas, inventaron el imzad y aprendieron a tañerlo. Se trataba de un instrumento al que habían dotado de propiedades mágicas, que no tardarían en dejarse constatar. En efecto, en cuanto la tensión volvió a palparse en el ambiente y los hombres se pusieron a desenterrar el hacha nuevamente, las mujeres desenvainaron el imzad, se arrancaron a tocarlo y la melodiosa música que manó del instrumento desarmó como por ensalmo los argumentos que creían tener los hombres para odiarse recíprocamente, haciéndoles caer ipso facto a los pies de las damas.

Los turistas aplauden entusiasmados el talento de Azuz para contar historias. Uno más se yergue con una pregunta que dirigirle al gurú. Quiere saber por qué, contra todo pronóstico, la tradición tuareg estipula que sean los hombres y no las mujeres los que se cubran el rostro. A Azuz, esta se la han puesto en bandeja:

-Érase una vez una rosa que crecía en medio del desierto. Un día como otro cualquiera, desapareció sin dejar rastro. Los tuareg se pasaron años en pos de la rosa, mesándose los cabellos por la misteriosa forma en que se había volatilizado. No obstante, llegó un momento en que se les agotaron las pistas y hubieron de asumir que todo intento que acometieran por localizarla acabaría corriendo la misma suerte que todos los que habían frustrado con anterioridad. Por ende, se dieron por vencidos. No obstante, un buen día, un lazarillo que se dedicaba a reconocer el terreno para poder abrirle paso a su tribu por el desierto fue a dar con ella en una de sus expediciones. Volvió a donde se hallaba acampada su tribu y pregonó la noticia de su gran descubrimiento a bombo y platillo. La gente salió de sus tiendas y acudió en tropel al lugar en el que la rosa se había vuelto a dejar ver. No obstante, en cuanto se hubieron arracimado en torno a ella, la rosa empezó a despedir unos efluvios de pestilencia sin parangón. Para evitar marearse con el tufo de la rosa al acercarse, los hombres se cubrieron el rostro con su turbante. A las mujeres se les prohibió el acceso. Vieron que aquello les funcionaba y así ha sido desde aquel tiempo a esta parte.

Los turistas, que hasta hace nada han estado libando embobados las palabras de su narración, dejándose arrullar por la voz ronca con la que Azuz las teje, comienzan a dar las palmas al ritmo de la música imzad, emulando torpemente a nuestro galán. Ojalá supiera cómo se las arregla para lograr contagiar a su auditorio de su buen humor una vez tras otra. De pronto, un calambre me recorre la espina dorsal y me duerme el lado izquierdo del cuerpo. Las extremidades me hormiguean. No puedo evitar preguntarme si acaso se trata de un intento desesperado de mi mente de baldar mi cuerpo para impedir que este reaccione a sus encantos.

-Ya estamos aquí, ¡bienvenidos a Ahaggar!

Exclama Azuz a viva voz mientras el conductor se dispone a aparcar. Su rostro desaparece del espejo retrovisor y he de estirar el cuello para no perderle de vista entre la recua de turistas, que, como niños, impacientes por desembalar su regalo, se han agolpado a las puertas del bus y que, en cuanto el conductor las abre, salen al exterior cámara en ristre para inmortalizar el momento.

Rellenamos con nuestra fantasía las peculiares siluetas de las rocas que se recortan contra el azul del cielo y nos permitimos apreciar de la atmósfera su cariz extraterrestre. Las rocas deben estar tronchándose a nuestra costa, burlándose de nuestras imaginaciones hiperactivas y de nuestra vanidad. Nosotros, los humanos, que, cada vez que aterrizamos en un páramo distinto, creemos haber descubierto América y que, con cada ocurrencia que se nos pasa por la mollera para acondicionar lo desconocido, creemos haber inventado la pólvora. Los turistas se dispersan para sacar más fotos al decorado. Algunos se ponen a posar en unas posturas imposibles frente a las rocas, que permanecen impasibles. Con la de eras que llevan en pie, ya lo han visto todo. Si todas sus paredes hablaran. Algunas lo hacen. Hablan de las aventuras que corrieron los primeros pobladores de la región, que grafitearon sus crónicas esquemáticamente en la roca para que resistieran el inexorable paso del tiempo. Pero, ¿cuánto de sus pinturas habrá logrado desafiar las inclinaciones de la propia roca?

Me giro para ubicar a Azuz, pero parece haberse evaporado. Las rocas, que seguramente habrán visto cómo ha sido abducido por los extraterrestres que, al parecer, sí que habitan en su interior, se hacen las locas. Pregunto por él y me dicen que se ha vuelto a la ciudad para recoger a otro grupo de turistas, con el que había acordado previamente encontrarse para llevarles a Assekrem, que es donde hemos pasado la noche, y hacerles hoy de guía. Eso implica que me quedo yo a cargo del grupo y que me puedo ir olvidando de que me dé tiempo a coger el vuelo que tengo programado esta tarde para volver a casa, a donde estoy deseando llegar para ponerme yo a contar los relatos de mis viajes.

 

Escrito por Youcef Baaloudj.

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Imagina

a) un pibón de mirada penetrante que teje relatos apasionantes con la elocuencia que ha pulido ensayando a transmitir los mitos que le han legado sus antepasados.

b) un genio de la lámpara.