Entré en la ermita y saludé. Un fámulo que llevaba una bandeja con un bol de dátiles y un vaso de leche salió a mi encuentro.
-Bienvenido al cenotafio del profeta Khaled.
-¿Profeta?
-Claro, ¿tú también estás a por uvas? Es el profeta árabe que pasó desapercibido hasta a su propio pueblo.
Sin dar más explicaciones, se marchó a atender al resto de los recién llegados. Yo me había topado con la ermita al perderme tratando de atajar para llegar a Biskra, una ciudad sita en Argelia. Mi mujer me había mandado a comprar dátiles. Lo cierto era que, llegado un punto, su constante lloriqueo se había vuelto cargante:
-Llevo con el gusanillo desde hace la tira y te recuerdo que no sale a cuenta desoír los antojos de las embarazadas, que luego la cría nace con una mancha en la frente con forma de dátil.
Regresé finalmente a casa con los dátiles y la cara de susto que se me había quedado de enterarme de la existencia de un profeta del que no había tenido noción previa. Seguidamente, me abalancé sobre el iPad para llevar a cabo mis pesquisas. ¡Bingo! Internet es una fuente inagotable de sabiduría. Cuenta la leyenda que el profeta Khaled había enviado a su hija Mahya a que visitara al Profeta. Este la recibió obsequiosamente, como si fuera de la familia. En un momento dado, ella le oyó musitar para sus adentros: “No hay más dios que Dios.” Entonces, ella anunció: “Mi padre solía decir exactamente lo mismo.” El Profeta depuso: “En ese caso, tu padre debe de ser, como yo, todo un profeta. Es una lástima, no obstante, que haya pasado desapercibido.”
Finalmente, aterrizamos en Japón. El vuelo se nos había hecho eterno. Me había pasado los dos últimos años aprendiendo japonés y zampando sushi a dos carrillos, y eso que cada pieza costaba un lucero de la cara, y, por fin, me hallaba pisando tierra nipona. Era como estar en otro mundo. Lo primero que hicimos mis compañeros de trabajo y yo fue irnos de excursión a descubrir el templo de Senso-ji. Ya desde lejos, su colorido me resultó abracadabrante.
Me llamó poderosamente la atención lo entregada que se veía a la gente a su devoción por la sonriente estatua de Buda. Del modo que tenían de postrarse ante su dios se desprendía que sabían lo que hacían y que su fe obedecía a un entendimiento del mundo que a mí se me escapaba. Una joven de andares pausados se me acercó y, al tiempo que me tendía un tazón caliente de sopa de miso, comenzó a chapurrear árabe:
-Tenga, que aproveche. ¿No es así como se dice en Egipto?
¡Árabe, aquí, en el mismísimo corazón de Tokio!
Tomoko había estudiado la lengua árabe en Egipto. Traté de pasar al japonés para devolverle el gesto, pero fracasé estrepitosamente a la hora de intentar mantener una conversación.
-Permíteme hacerte una pregunta. Me da a mí la sensación de que tú miras a Buda como con otros ojos, ¿me equivoco? Llevo observándote desde hace un rato y he advertido que la forma que tienes tú de apreciar a Buda nada tiene que ver con la que tiene el resto de los aquí presentes. Es como si tú captaras la idea que encarna y lo que esta representa.
De pronto, se emocionó. Las palabras se le atragantaban.
-Bueno, Tomoko, tú, que, como tú nombre indica, eres un regalo para la vista. Quisiera contarte lo que me pasó una vez hace cinco años, cuando aún vivía en Argelia, a donde me mudé para asistir a la universidad. Un día, por un lance del destino, acabé dando con el cenotafio de un tal Khaled bin Sinan, que yo me figuraba que en vida habría fungido de jeque pero que resultó tratarse de un profeta. Cuando averigüé que entre los profetas que veneramos nosotros los musulmanes se contaban profetas de estirpe árabe de los que ni siquiera me había apercibido de su existencia, mi visión del mundo se dio un batacazo contra el suelo. De súbito, era como si ya no pudiera confiar en que supiera en qué mundo vivía. ¿Tú que opinas de las diferentes formas que tienen los seres humanos que proceden de otras partes del mundo que en sí constituyen mundos aparte de entender el mundo?
Al cabo de un hora, comencé a intuir dónde residía el meollo del asunto. Tenía sentido que los no musulmanes adscritos a alguna de las otras religiones ancestrales que se dan en el mundo invistieran de los honores de adalid espiritual a aquellos hombres que, a lo largo de la historia, habían destacado por su capacidad para vaticinar desgracias con criterio. Para más inri, era posible incluso que algunos de los hombres que las otras religiones habían canonizado como dechados de virtudes fueran meritorios de ser estimados por los musulmanes como profetas del Islam. Verbigracia, Buda. Igual que seguramente lo fueran Confucio, Zaratustra, Mani, …
-Tomoko, con arreglo a lo que nos enseña nuestra religión a los musulmanes, Dios confió su palabra a más de trescientos mensajeros y veinticinco mil profetas. Pero, ¿cómo determinar qué ha sido de ellos? No creo que Dios nos agraciara únicamente a nosotros los musulmanes con su misericordia, pues cuando observo al resto de los creyentes de este mundo postrarse ante sus dioses no noto diferencia entre su forma de orar y la nuestra.
La dejé anonadada, tal y como me había quedado yo hacía años en la provincia argelina de Biskra. A ambos nos había pillado desprevenidos, como si nuestra senda para alcanzar la felicidad se hubiera torcido de golpe y porrazo.
-No te discuto tus argumentos, Samir. Más que nada, porque me han desarmado. Será que tu forma de ver a Buda me conmueve. Me has hecho sentir como si fuera una ciudad por cuyas avenidas ansiaras perderte. Eso que me has contado sobre los humanos, la compatibilidad de sus creencias y la versatilidad con la que se puede aproximar el concepto de profeta me ha hecho desearte. Es inútil negar lo que siento por ti. Quisiera derretirme en tus brazos.
Al finalizar el taller por el que me había desplazado a Japón, no me quedó otra que regresar a El Cairo. “Como no cojas ese avión de vuelta, no puedo prometerte que vayas a volver a verme con vida”, me había advertido mi madre en una llamada de teléfono algo subida de tono. De tal guisa, ignoré a la voz de mi corazón, que se quedó chillando en otro continente. Al cabo de un tiempo, mi mujer me preguntó:
-¿Por qué nos hemos distanciado?
Yo no supe qué responderle. Tomoko me había dejado enajenado. Su recuerdo me perseguía día y noche. No lograba conciliar el sueño sin antes imaginarla sonriendo. Por su culpa, me obsesioné con todo lo que viniera de Japón. Me volví un sibarita y ya sólo probaba el sushi en restaurantes japoneses fetén.
Me sentía como si me hubiera robado la calma, como si alojara un vacío en mi interior que me succionara las entrañas.
Por la provincia de Biskra atraviesa un camino que, en su momento, me llevó a los confines de lo que conocía. Ella se metió un dátil en la boca y saludó al administrador del cenotafio. Ahí estaba, la réplica exacta de la mujer de mis sueños, ahora frente a mí, en carne y hueso. Nada más llegar, Tomoko se había postrado ante el profeta Khaled bin Sinan con una reverencia que no dejaba nada que desear. No podía decirse que el respeto que había mostrado hacia él fuera ni un ápice menor que el que en su momento la había visto mostrar hacia la estatua de Buda.
Escrito por Mohamed Moneer.