El molino

Rio Martin Tanger Tetuan Morocco

Saleh, el molinero, se hallaba frente a la puerta de su molino con la vista clavada en el horizonte. Para su regocijo, el cielo vaticinaba tormenta. ¡Por fin! Tenía pensado comerse el mundo. Aquel iba a ser un año como Dios manda.

Había implorado al Señor que suturara las heridas de la tierra con el agua del cielo para que los cereales germinaran. Finalmente, Dios parecía haber escuchado sus plegarias. En la bóveda celeste comenzaron a acumularse unas nubes negras que, al poco, se descargaron sobre el pueblo. Se puso, pues, a llover a cántaros. Todo el mundo volvió entonces la mirada hacia los cultivos. Las semillas no tardaron en echar raíces y, poco más tarde, las primeras plantas empezaron a despuntar. El caudal del río que irrigaba los campos de la comarca creció hasta casi desbordarse. Aquello congratuló al molinero, que sonrió encantado de la vida.

El molinero se sentía optimista. Tenía pinta de que aquel año su molino iba a estar operativo para moler grano a mansalva, ahora que las cosechas iban a volver a ser copiosas. La gente acudiría en tropel a contratar sus servicios. ¡Se iba a hacer de oro!

Después de haber permanecido ociosas durante varios años debido a la escasez del agua que debiera haber impulsado su movimiento, las ruedas de su molino volverían a girar a la velocidad necesaria para que los cereales acabaran machacados y el grano molido.

El cielo había sido tacaño. No había habido agua ni manando de los manantiales ni corriendo por los arroyos que atravesaban la comarca. Las grandes ruedas que activaban el mecanismo interno del molino del molinero Saleh no se habían movido un ápice en años.

El molinero había decidido recurrir entonces a unas mulas de carga entrenadas en hacer girar las ruedas de los molinos. No obstante, enseguida se percató de que no le salían a cuenta, pues las acémilas debían ser alimentadas con un surtido de piensos que él no tenía forma de conseguir, y menos en las cantidades que las susodichas engullían, sin tener que desplazarse a otros pueblos vecinos, además de que el precio de aquel heno salía por un ojo de la cara.

Además, Saleh no tenía dinero ahorrado ni tampoco a quién pedírselo prestado, por lo que, cuando, estando de pie frente a la puerta de su molino, vio como las nubes se espesaban, las arrugas que habían ido poblando su semblante durante el último lustro se disiparon. Sonrió, pues albergaba la esperanza de poder contrarrestar en adelante las pérdidas de los años anteriores.

Nada más ponerse a jarrear, la gente comenzó a hacer cálculos y a frotarse las manos. Todos deseaban firmar acuerdos comerciales con Saleh para moler sus cereales. Al llegar la época de la cosecha, el molinero estaba preparado para moler el grano de todo aquel que previamente hubiera contratado sus servicios. Empleó a dos jóvenes jayanes que se llevaban cinco años y que trabajaron a vela y remo, con ahínco y tesón loables. El más joven, que era muy simpático y cariñoso, recibía a los clientes dentro del molino. El mayor se ocupaba mientras tanto de verter el grano en el corazón de la aceña, de ensacar la harina recién molida y de apilar los sacos que se vendían a los clientes.

La corriente del agua del río, a través de inducir el giro de las ruedas, hacía que las muelas del molino friccionaran entre sí y pulverizaran de esta forma el grano de la cosecha. La fricción generaba un chirrido que podía oírse desde el exterior.

El molinero se sentó cerca de la puerta del molino y se puso a canturrear viejas canciones de amor al son del chirrido de las muelas del molino. Ya no fijaba la vista sobre los sembrados de color pajizo, sino sobre las ruedas de su molino, que giraban a toda mecha. El molinero se hallaba exultante de felicidad.

 

Escrito por Mohamed Benroho.

Elige tu propia aventura

Sin agua,

a) no hay grano.

b) no hay sonrisa.