Me tranquiliza saber que no veo más que un único sol

Kuud AlNamer Beach in Aden, Yemen

¡Hace un calor insoportable! Llevamos sin electricidad desde hace rato y el aire que se ha quedado atrapado en la casa huele a estancado, a podrido. A lo mejor lo ha alcanzado la epidemia que campa a sus anchas por esta ciudad y deja a todo quisqui achorrado.

—¿Qué hay hoy de comer?

Lo pregunta mi hermano, que acaba de asomar la cabeza por la puerta de la cocina, que parece un baño turco, no tanto por los vapores que despiden los guisos de elaboración propia, como por los que exhalan las vecinas que rodean la casa al suspirar por él y babear al verle.

Pongo la olla sobre uno de los fuegos. Llevo acelerada desde que me he levantado esta mañana (un poco tarde, para ser sincera) y aún voy bastante pillada de tiempo. De la jaqueca que tengo, siento que me late el cerebro.

Con mano temblorosa, prendo una cerilla para encender el gas. Nada. Lo intento nuevamente; el mismo desenlace. Y el guiso no está precisamente como para ser consumido tal cual, a cucharada limpia con los ingredientes crudos. Mi hermano alza la voz, esta vez, con tono admonitorio:

—¿La comida sigue sin estar preparada? ¡Por Dios, esta mujer está hecha un cero a la izquierda!

—¡No hay gas!

—¡Qué gas ni qué pollas en vinagre! ¿No te tengo dicho que la bombona se ha puesto por un ojo de la cara y que la va a pagar su padre?

—Estupendo, entonces, ¿cómo esperas que cocine nada?

—Haz una hoguera si hace falta. Usa el coco para variar y apáñatelas como puedas.

Me paso la manga por la frente para enjugarme el sudor que exudo cuando mi hermano me exaspera. Odio que me haga sentir como una mierda y me cago en sus muertos para mis adentros. Ojalá me dé tiempo a acabar con las tareas a una hora razonable para poder ir a pegarme una vuelta y despejarme un poco. Mi hermano se aleja rezongando:

—¿Cómo se puede ser tan cenutria?

Me duelen sus insultos, pero sé que su aspereza de trato se debe en gran medida a que está hambriento. Por la tarde me vendrá todo contrito a disculparse. Es siempre lo mismo. Ignoro, pues, al heliogábalo denostante de mi hermano y prosigo con mi labor.

Desde que murió mi madre hace dos años, yo me he convertido en la encargada de todo lo relativo a la casa, y la responsabilidad me puede. Voy todo el rato con la lengua fuera. De la universidad, vuelvo directamente para hacer la comida, que ha de ganar la aprobación de mi padre y mi hermano, y después, me toca dejar la casa como los chorros del oro, sin olvidarme de echar un ojo a mis hermanos pequeños de cuando en cuando. Tiene gracia que mi hermano se crea con autoridad para criticar mi platos, cuando nunca se toma ni un segundo para degustarlos. A veces me da la sensación de que pongo demasiado ahínco en cocinar para que aprecien el resultado.

Acabo con las faenas de la casa a media tarde. Aprovecho entonces para pegarme una ducha, de agua fría, la que hay, y quitarme el olor a peste que desprendo de haberme pasado el día lidiando con mugre y otras inmundicias. ¡Por fin tengo un rato para dedicarme a mí! Cojo el móvil, que, en principio, me tienen confiscado, y el libro que tengo de mesilla de noche, y me los meto en el bolso. Tengo pensado salir a dar un paseo por la orilla de la playa Kod al-Namer, que es el único lugar de este mundo en el que me siento a cobijo y libre al mismo tiempo.

Me apoltrono sobre la arena y dejo vagar la mirada por el horizonte, allí donde se entreveran el azul del mar con el del cielo. A diferencia del que se condensa y anquilosa en espacios cerrados y densamente poblados, sobre todo con los repetidos cortes de electricidad que hemos sufrido últimamente, el aire que traen las olas no apesta a gangrena. Inhalarlo me lleva a perdonarle a la ciudad lo cuesta arriba que se hace y lo desagradable que resulta residir en ella en ocasiones. A pesar de parecer más a temer que la ciudad, es al mar al que acudimos para que nos lave las heridas que esta nos inflige. Atalayo los picos en lontananza y suspiro. Ojalá pudiera nadar hasta ellos para escapar de este mundo.

Me saco el libro del bolso y me pongo algo de música en el móvil, que está a punto de morir. Seguidamente, me meto en mi mundo. La novela trata de una isla griega tan caótica y de condiciones de vida tan precarias que me lleva a plantearme si los figuras que recrea guardan relación alguna con los europeos. ¿Seguro que la autora hace referencia a una isla griega y no a Adén? Me recalcitro a medida que paso las páginas. Esta autora me está calentando. ¿Cómo se ha de entender, si se puede saber, que la protagonista deje su vida en los EEUU para regresar a su tierra natal, cuando esta le ha hecho la vida imposible? Siento que me empieza a hervir la sangre en las venas. Se me acelera el corazón. De pronto, no obstante, comienza a sonar en mi móvil una canción que me es familiar y trina:

Me tranquiliza saber que no veo más que un único sol.

 

La autora, Kawthar Alshureify:

Escritora yemení.