El último tramo del camino

Reggane, Algeria

Dos soldados franceses me sacan esposado de la celda en la que me he pasado recluido el último año y pico. El sol de justicia que pega en el desierto del Sáhara me deslumbra incluso con los ojos como los llevo, cerrados y vendados. La arena contra la suela de mis pies, descalzos, quema y reconforta a una, a cada paso. ¡El tiempo que llevaba deseando volver a sentir esa libertad tan absoluta que sólo brinda el desierto! El silbido del viento me acompaña en esta travesía hacia lo desconocido.

Al cabo de un buen rato de caminata, mis escoltas se paran en seco. Mientras uno se pelea con lo que suena a la cerradura de una puerta de carácter rústico, el otro me quita las esposas. Seguidamente, me empujan a lo que, en desembarazándome de la venda de los ojos, descubro que se trata del interior de una cabaña de adobe, cerrando la puerta de la misma tras de mí. Me lleva un instante adaptar las pupilas a la luz que se filtra del techo, a pesar de que esta cristalice en el interior del habitáculo con talante tirando más bien a mustio y mortecino, lo cual se debe fundamentalmente a que las paredes no presentan ventanas. Mi primera reacción es liarme a puñetazos con la puerta, en un intento de derribarla. No obstante, de pronto:

—¿Ahmed, eres tú?

Esa voz. ¿Estaré alucinando? ¿Podría ser que me hayan estado suministrando algún tipo de droga con la rebanada de pan seco que me han estado dando de comer a diario? Me giro. Reconozco una silueta de mujer acurrucada en una esquina.

—¿Fátima?

Corro hacia ella, ¡en efecto, ella, mi mujer! La estrecho entre mis brazos. ¡La de noches que me he pasado en vilo fantaseando con este momento!

—Ahmed, nos quieren tirar una bomba atómica para borrarnos del mapa. Se lo he oído decir a los franceses. Nos han traído a donde quieren hacer detonar una de prueba.

Lo que me cuenta me confirma mis sospechas, pues yo había estado trabajando con mi grupo en averiguar sus planes y fue precisamente al intentar divulgarlos que nos detuvieron y encarcelaron.

—¿Sabes qué, Fátima? Que ya no importa. Lo que a mí me daba más miedo era no llegar a tener ocasión de despedirme de ti, de ti y de esta franja del Sáhara que constituye la provincia de Reggane. A pesar de saber que mi suerte estaba echada, he disfrutado del recorrido que he hecho a pie por el desierto desde mi celda hasta aquí como un auténtico enano. Nunca antes me había sentido tan realizado como ser humano. No obstante, soy consciente al mismo tiempo de que tú no has elegido este destino y lamento haberte arrastrado a que te vieras en estas.

—Ahmed, al morir nos convertiremos en mártires y, como tales, ascenderemos directamente al cielo. Por ende, no hay de qué preocuparse. Es más, y mira que, con lo que te he machacado a lo largo de los años con que nunca acertabas con los regalos que me hacías, me cuesta admitirlo: este es el mejor regalo que me podrías haber hecho jamás.

Me derrite oírla decirlo. Me siento como si me hubieran quitado un peso de encima, extrañamente restablecido, pese a estar en las últimas. Aunque sabemos que tenemos las horas contadas, nos ponemos a hablar como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Repasamos los buenos momentos, los chistes fáciles que se acabaron consolidando en bromas recurrentes que nos recordaban nuestra complicidad, y nos ponemos a imaginar la pinta que habría tenido nuestro futuro juntos, así como a pensar en los nombres que les habríamos puesto a nuestros hijos. Nuestro final se aproxima, pero confío en que Argelia no correrá nuestra suerte. Espero que nuestra muerte deje constancia de la iniquidad de la ocupación francesa y que nuestra historia perviva en la memoria colectiva de nuestro pueblo por los siglos de los siglos.

Justo antes de que tiren la bomba sobre nosotros, la veo sonreír.

 

Escrito por Ikhlass Elayyal.