El sol brillaba anunciando el inicio de un nuevo día. El cenicero estaba a rebosar de colillas. Realizó sus abluciones y se puso a rezar. Cerró los ojos para, aguzando el oído, atender a la voz de la nación musulmana, que lo estrechó entre sus brazos con ternura y le imprimió un beso sobre cada una de sus mejillas antes de marcharse en paz. Ella acababa de bajar las escaleras y le comunicó que salía a hacer unos recados. Algo le hizo seguirla con la mirada para ver si, pasada la puerta principal, giraba a la derecha o a la izquierda. Tarde. De pronto, ni rastro de ella. Él se frotó los ojos y echó un último vistazo en derredor para cerciorarse de que ella se había ido, permitiendo que su ausencia se depositara en su interior. Corrió entonces a deshacer la maleta, que había hecho hacía tan sólo unos días, cuando las cosas se empezaron a poner feas en su pueblo y la única escapatoria viable que se le ocurrió fue la de emigrar al Cairo.
Sólo tenía un ...Leer más