Alessandra

Atardecer sobre el mar en Sharm el-Sheij, Egipto

Me mudé a uno de los enclaves turísticos para encontrar empleo y, de facto, conseguí un trabajo como guarda de seguridad en uno de los hoteles de la ciudad de Sharm el-Sheij. El puesto era para cubrir el turno de noche, lo cual me alegró, porque, ¿qué hay mejor que poder disfrutar de la playa en soledad, con esos turquesas que se difuminan para componer un cuadro de belleza sin igual?

Como el hotel se hallaba emplazado en lo alto de una colina, tenía vistas que daban al mar, que quedaba debajo. Me dije a mí mismo: “¡Qué fabuloso es este trabajo que me ahuyenta el cansancio de delante de los ojos y me permite sobrevolar el mar desde lo más alto como si fuera un pájaro!”

No obstante, siempre permanecía en vilo y avizor de que nada enturbiara la calma de los huéspedes del hotel. Sobre todo, porque, al fin y al cabo, eran extranjeros que habían viajado desde tierras harto remotas hasta aquel lugar para encontrar algo de paz.

Una noche, vi a una joven desde lejos. La vi bajar una escalinata que enseguida advertí que iba a dar a la playa.

Su silueta absorbía toda mi atención.

Desde aquel instante, fui incapaz de ocuparme de nada que no fuera permanecer al tanto de lo que hacía. No obstante, pasó la noche entera sentada sobre una piedra junto al mar.

La luna adornaba la arena con su sombra y, como si hubiera sido extraída de una de las leyendas del tiempo de Maricastaña, la confundí con una sirena que danzara sobre las olas.

La noche transcurrió en un abrir y cerrar de ojos, mientras yo me dedicaba a vigilar a aquella muchacha, cuya fisonomía adquirió mayor definición con los primeros destellos de luz.

Acariciaba la espuma de las olas con los pies como si conformaran un bote que remara a la deriva tratando de dar con un atracadero.

Con el rayar del alba, empuñó la cámara que hasta ese momento había estado descansando en su mano y tomó una foto, justo cuando el sol nacía del seno del mar. El sol me deslumbró con su luz y ella se soltó su larga melena dorada, que zarpó a lomos de una brisa revolucionaria.

Después, se puso a trepar por la escalera. Con cada peldaño, sus rasgos se fueron agenciando un mayor grado de nitidez. Al advertir mi presencia, se me acercó y masculló unas palabras que escaparon a mi entendimiento.

Acto seguido, posé mi mirada sobre sus ojos. Era como si la foto del sol naciente hubiera tomado cuerpo frente a mí. Sus ojos eran de un verde que tendía hacia el azul. Mientras yo me dedicaba a bucear, por un lado, en la profundidad de sus ojos y, por otro, en el estado de perplejidad al que me empujaban las palabras que emanaban de su boca, ella alzó la mano y la agitó en señal de despedida. Luego desapareció por la senda de entrada al hotel. Al rato, se me acercó mi compañero de trabajo y me dijo:

-Ale, colega, toca mi turno, vete a descansar.

Obedecí y me fui a mi habitación, pero algo en mi interior me impedía conciliar el sueño. Susurré para mis adentros:

-Esta chavala me ha embrujado.

Finalmente, logré quedarme dormido y recuperarme del cansancio acumulado durante las horas de vigilia.

Amanecí con la puesta de sol, como los pájaros que se retiran, de vuelta a sus nidos. La vi llegar casi inmediatamente después de tomarle el relevo a mi compañero. Sin embargo, no bajó las escaleras en esta ocasión. En vez, se plantó delante de mí y me hizo entrega de un libro. Seguidamente, me tocó la mano con delicadeza. Su sonrisa participaba del donaire con el que las gaviotas baten sus alas. Susurró acribillando las palabras:

-Me llamo Alessandra.

Y por primera vez, sentí que algo fluía en mi corazón.

Se marchó sin alzar la mano ni volverse.

Abrí el libro a toda prisa. Dentro hallé una rosa roja. Su fragancia me embriagó. Encontré palabras escritas en árabe.

“Quiero que aprendas italiano por mí.”

También ponía que volaba ese mismo día de vuelta, pero que regresaría al año siguiente.

Desapareció a la velocidad del rayo y mis ojos derramaron una lágrima de despedida. Fue la primera con la que rocié su rosa. Estreché el libro contra mí como si compendiara las directrices merced a las que mi corazón acabaría encontrando la felicidad.

Me volqué en la lectura y estudié día y noche. Aprendí su lengua en cuestión de días y deseé que aquellos plúmbeos meses remanentes hasta el reencuentro transcurrieran a paso ligero.

Al ritmo con el que astros lejanos circunvalan la tierra, transcurrió un año.

Un día vi a una joven bajar a la playa. Permanecí alerta, mientras mi corazón palpitaba con celeridad. Me llevaba varios peldaños de ventaja.

El sol nacía del seno del mar.

El “tic” de la cámara me instigó a gritar:

-¡Alessandra!

Al volverse ella, las manecillas del reloj que había estado marcando cada segundo de aquel último año se detuvieron.

En árabe, me dijo:

-Te quiero mucho.

En italiano, le contesté:

-Yo a ti más.

Sonrió y me abrazó.

En ese instante, me dio la sensación de que el sol se había quedado paralizado en su escalada.

 

Escritor de Sharm el-Sheij, Abdallah Ashmawi Muhammad

El autor, Abdallah Ashmawi Muhammad Khilaf:

¿Quién soy yo en este ancho mundo si no un espectro, un hálito de vida que se tambalea, se manifiesta, bufa una despedida procelosa y se esfuma? No soy nadie.

Elige tu propia aventura

Un escalofrío le erizó los pelos de la espalda al recordar aquel ligue de verano que se había echado otrora en uno de sus viajes al extranjero y que resultó ser un plasta de marca mayor.

a) Le consolaba pensar que él no se había enterado palabra de las pocas que mediaron durante el fugaz intervalo de tiempo que duró su escarceo amoroso.

b) Una lástima que él no se hubiera molestado en presumir que ella tuviera nada que decir.